LA DEUDA PERPETUA

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Raro destino el de la Argentina que, desde el momento mismo de su nacimiento como nación independiente, vivió a expensas de los préstamos dinerarios que los países dominantes en aquellos tiempos concedían no muy graciosamente a las colonias que pugnaban por su autonomía. Para la naciente Provincias Unidas (hasta cierto punto, claro está) pedir prestado fue una lógica que no abandonamos después de dos siglos de existencia; y lo que es peor, nos acostumbramos a no pagar o patear para adelante los vencimientos de una deuda que fue creciendo inexorablemente hasta llegar a límites estratosféricos. En suma, para los argentinos se hizo carne vivir endeudados y en algunos casos aplaudir el no pago de las deudas como un acto patriótico producto de la viveza criolla. Patético.

Esta historia se remonta a 1810, cuando los porteños se liberaron del virrey Cisneros y se dieron a la ciclópea tarea de expandir hacia el norte y el oeste el ideal de la independencia, empresa que solamente podía lograrse por la fuerza de las armas y para eso hacía falta plata, mucha plata, porque armar un ejército, es sabido, no es barato. Por entonces, la no tan benemérita Inglaterra, que había fracasado en su intento de hacer pie en estas tierras por la fuerza (recuérdense las frustradas invasiones de 1806 y 1807), vio la oportunidad de un “desembarco” a través de la diplomacia y las libras esterlinas, faena para la cual eran ya consumados maestros. Una misión diplomática y algunos pactos secretos comenzaron a hacer rodar la imparable rueda de la deuda externa que se expandió cuando en 1827 nuestro flamante primer presidente se apoltronó en el sillón que lleva su nombre y firmó el acuerdo con la banca Baring Brothers. Desde entonces y hasta nuestros días hemos fatigado los pasillos del poder económico y financiero mundial pidiendo préstamos (a veces usurarios) que nos comprometíamos a pagar, pero, a la hora de honrar las deudas clamábamos por una refinanciación, una quita, un perdón, estirar los plazos; en fin, lo que sea, con tal de que nos dieran un respiro.

Así pasaron los siglos  XIX, XX y lo que va del presente, sin que pudiéramos zafar de ese círculo vicioso que se devoró, entre Mariano Fragueiro, primer ministro de Hacienda de Urquiza y el actual Martín Guzmán, nada menos que ¡132! titulares del equipo económico (no personas, porque algunos fueron reincidentes), lo que implica un promedio de 1,26 años o, más claro, un año y tres meses en un sillón que más parece una silla eléctrica.

En todo este tiempo, las sucesivas administraciones, del color que fueren, se dieron a la graciosa y suicida tarea de engrosar la maquinaria estatal montando una maraña burocrática destinada a satisfacer los compromisos políticos y el amiguismo antes que cuidar escrupulosamente las cifras del presupuesto. Los ejemplos abundan tanto en las órbitas nacional, provinciales o comunales. Tomemos el caso más reciente: Mauricio Macri inició su gestión con 18 ministerios, luego los bajó a 10 y Alberto Fernández los llevó a ¡20!, algunos con nombres esotéricos llamados a satisfacer los tironeos de su alianza electoral variopinta. Entre los pliegues de gobernaciones de provincia se esconden nombramientos inexplicables y hasta hay intendentes de ciudades con apenas 10 mil habitantes que se dan el lujo asiático de tener jefe de gabinete, como si no bastara el intendente y cinco secretarios (economía, gobierno, obras públicas, salud y educación) para administrar una ciudad pequeña.

Otro ejemplo nos viene de una comparación que puede parecer odiosa pero ilustra con claridad: Alemania,  con más de 81 millones de habitantes tiene 150 mil legisladores en todo el país; España, con una población superior a los 47 millones tiene 445.500 legisladores; y en Argentina, con apenas más de 44 millones de habitantes tenemos 700 mil parlamentarios de todo orden, una cifra insostenible presupuestariamente pues a las generosas dietas de nuestros legisladores hay que sumarle la estela de asesores, administrativos, de servicios generales, automóviles, chofer, viajes y gastos varios que mejor no hurgar.  Ese dispendio irresponsable de los recursos públicos es mirado por una sociedad azorada y observado con lupa por los organismos internacionales a los que recurrimos obligadamente cada vez que vamos de ventanilla en ventanilla a pedir un nuevo préstamo.

El argentino medio que peina canas sabe de memoria el argumento de esta película, disfrazada con  artilugios extraídos de una gama increíble de argumentos dialécticos y fórmulas inverosímiles esgrimidas por ortodoxos, heterodoxos, mixtos, estatistas y privatistas, que recordamos al paso: “hay que pasar el invierno”, la tablita de Martínez de Hoz, el ahorro forzoso, el ahorro patriótico, los plazos fijos confiscados, “el que apuesta al dólar pierde”, el impuesto a la ganancia presunta, “no vamos a pagar la deuda externa” (desaforada exclamación de un presidente fugaz aclamada de pie por un Congreso nacional que no midió las consecuencias de tamaño desatino), “un dólar un peso”, el corralito, el corralón y ahora el “reperfilamiento”. Argucias, en fin, para evitar decir que ya nadie nos presta un peso y estamos condenados a pagar una deuda monstruosa y perpetua a pesar de las frases de cortesía que nos dispensan algunos de nuestros acreedores.

La Argentina no saldrá de este marasmo hasta que algún dirigente esclarecido   decida, con valentía, honestidad e inteligencia, sacudir la rémora de un aparato estatal obeso, ineficiente y prebendario; reduzca el gasto de dimensiones oceánicas y se decida a apoyar a los que producen.

Aunque, claro está, tal gesto será muy difícil de observar en estos tiempos de pandemia universal y reclusión civil a que nos ha sometido un virus rebelde que puso al mundo patas para arriba.

Emiliano Nicola

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Emiliano Luis NICOLA. Nacido el 10 de abril de 1937. Ejerció como periodista deportivo en los diarios Córdoba y Los Principios, en las radios LV2 y LV3 y en Canal 12 donde también fue co-conductor del programa Teledinamica. A partir de 1978 se incorporó a la Redacción de La Voz del Interior desempeñándose como Redactor, luego Prosecretario, Secretario de Redacción y Prosecretario General de la Redacción hasta su jubilación en 2002.
En 2003 funda y dirige la revista mensual Nosotros de la que se retira en 2012.