La Constitución Nacional vigente, engendrada en 1853 por la visión de Urquiza y el genio de Alberdi, con sus reformas, sigue los lineamientos libertarios y republicanos de la norteamericana, haciéndonos posible transitar casi dos siglos con un marco legal rector, al cual volvimos una y otra vez tras reiterados tropiezos institucionales, avasallamientos no sólo impuestos por la fuerza de las armas, porque también los hubo de origen electivo, disfrazados de democracia y de poder popular.
Con los principios, derechos y garantías de esa Ley Suprema se consolidó la unión nacional, reforzada con una adecuada política poblacional que fomentó la inmigración y el desarrollo educacional y económico, especialmente en el campo de la agricultura y la ganadería, alcanzando el octavo lugar en el concierto de las naciones modernas, en los comienzos del siglo pasado.
La letra y el espíritu de la norma madre estaban destinados a los hombres de bien, a un pueblo laborioso y honesto, que se asentara en esta generosa tierra, como soñaron y forjaron los fundadores de la argentinidad. Cuerpo y alma de tan sabia ley nos fueron legados a las actuales generaciones posibilitando la pacificación y el crecimiento del país y suponiendo que seríamos merecedores de recibir tan preciada fortuna y que tendríamos la lucidez suficiente para aprovecharla.
Ahora bien, desde hace ya unas cuantas décadas, tal suposición carece de asidero, instalada la corrupción en todos los niveles del tejido social –no sólo en la dirigencia política–, desnaturalizado el régimen federal con liderazgos personales, grupales o familiares ilegítimamente entronizados en las provincias y avalados por importantes ámbitos ciudadanos, la demagogia y el despotismo. El tiempo y la maldad parecen haber succionado o diluido la inteligencia que plasmó el texto constitucional, a tal punto que no admite ya rectificaciones por medio de reformas. Siendo así, debemos preguntarnos si ha llegado la hora de inaugurar una nueva etapa histórica, regida por otra Carta Magna (1).
Las previsiones legales habrán de erradicar, y para el futuro impedir, la instalación y permanencia de los deshonestos en la administración y conducción de los poderes públicos, como así también en las asociaciones sindicales y empresariales. Del mismo modo, se deberá instaurar un sistema procedimental rápido y efectivo para la recuperación social de patrimonios mal habidos por los corruptos. La experiencia nacional en sentido contrario ha llevado al descreimiento generalizado en las instituciones, particularmente con respecto a la Justicia, que más allá de sus vicios y anacronismos propios, no tiene adecuado sustento constitucional.
Con base en la historia de la Humanidad y en las comprobaciones científicas acerca del comportamiento de las personas, es en la ley, y en especial en la Constitución, donde se deben prever y cerrar las puertas a las conductas discordantes, opuestas al bien común. No basta con sancionar una vez cometidos los delitos, la norma tiene que anticiparse e impedir que se cometan (2).
La corrupción en nuestro país se ha visto favorecida por una concepción extremadamente personalista del sistema gubernamental, y de la dirigencia en general, quizá vinculada con el caudillismo de origen (3).
Sin perjuicio de ello, el problema no se limita a los líderes que priorizan su desmedido y abusivo interés individual en desmedro del comunitario, ya que “la matriz de corrupción (…) es posible porque la sociedad no sólo la tolera, sino que la acepta y, en ocasiones, la abraza y hasta celebra a sus máximos exponentes” (4).
Si a la vista de evidente y voluminosa prueba de sus delitos permitimos a los ladrones públicos presentarse como candidatos a cargos políticos o de dirigentes de la civilidad, y los consagramos en ellos a través del sufragio consciente o fraudulento, pero admitido con resignación, y la Justicia actúa o no al ritmo del poder de turno, no solamente que estamos en problemas sino que la frustración democrática colectiva será verdaderamente insuperable. Por lo pronto, en el marco de tanta impunidad y desvergüenza, latrocinio y coimas, de aquel remoto octavo lugar entre las naciones modernas pasamos al puesto cincuenta, y seguimos descendiendo.
Con la seguridad de que es menester el restablecimiento de la independencia del Poder Judicial, que pretendían nuestros próceres, empecemos por advertir y admitir que la actual Constitución no la asegura ni alienta. La no intromisión de la política es una farsa, como todos saben pero no reconocen. Habrá que revisar el sistema de nombramiento y remoción de los magistrados, la composición de la Corte Suprema, el funcionamiento del Ministerio Público (Fiscalías y Defensorías), el indulto, etcétera.
Otra penosa realidad para corregir es la ilusoria y nunca bien practicada forma federal de gobierno. Hay provincias inviables como tales, escasamente pobladas y solventadas por el erario del poder público nacional, lo cual genera dependencia económica y política del poder central, habitantes sumidos en la pobreza y algarabía de una elite beneficiada con los favores de verdaderos señores feudales a quienes rinde pleitesía. Varios estudiosos del federalismo y politólogos han proclamado en el desierto la conveniencia de modificar esta situación manteniendo el régimen federal conforme a la preexistencia de las provincias con respecto a la Nación, pero agrupándolas por Regiones. Por ejemplo: Andina, Cuyo, Litoral, Mesopotamia, Centro, Patagonia Norte y Austral, además del Distrito Federal, total ocho jurisdicciones y el mismo número de Gobernadores, Legislaturas, y Tribunales Superiores, en lugar de la extremadamente alta cantidad actual, que se convierte en antifuncional y de altísimo costo fiscal. Cada una de las actuales provincias mantendría su configuración geográfica y tendría asegurada su participación política en el gobierno de la Región respectiva, conformada atendiendo a las características culturales, económicas y productivas de las zonas (5).
Sin pretender el agotamiento de los temas a considerar para sugerir la necesidad de una nueva Constitución, que de una vez por todas permita el despegue de una Nación distinta, cabe agregar la cuestión de la reelección de las dirigencias en todos los ámbitos de la sociedad, pero especialmente en el político. Se vincula con la corrupción, la separación e independencia de poderes, el feudalismo vigente en varias provincias, en síntesis, con todo lo relacionado con las debidas prácticas republicanas y democráticas. Es esencial y no admite excepciones la exclusión de la idea reeleccionista que defienden déspotas y corruptos (6).
El déspota que ejerce el poder, si tiene posibilidad de ser reelecto, utiliza la fuerza del gobierno en provecho propio. Recurre para ello a la intriga y a la corrupción. Pone a su servicio los inmensos recursos del Estado. Reemplaza patriotismo por habilidad, privilegia sus mezquinos intereses personales sobre el bien común o general. De uno u otro modo recurre a los fondos que tiene bajo su administración, para promocionar su persona y gestión. En un país con no muy firmes convicciones republicanas y con una confusa idea de la democracia, como el nuestro, el personalismo y sus peligrosas derivaciones están latentes en la mayoría de las comunicaciones de actos de gobierno, por tanto es menester que la norma constitucional corte de cuajo la posibilidad de reelección. Por ser fuente de degeneración del sistema.
Por cierto que hay buenos argumentos para sostener lo contrario, por su racionalidad, que los tornan convincentes. Así, se nos pregunta por qué habría de privarse la sociedad de aquel que ha demostrado en los hechos saber gobernar bien, o que posee dotes o carácter relevantes como timonel de circunstancias difíciles o en épocas de crisis. A ello opondremos razones de mayor contundencia, además de las ya explicitadas: nadie es imprescindible cualquiera fuere el rol que desempeñe, la cultura implica transmitir conocimientos y experiencias en la cadena generacional, distinguiendo lo principal de lo secundario, es obvio que es prioritaria la gestión por encima de la renovación del mandato, y fundamentalmente que la ley o el sistema no rigen situaciones individuales sino que deben garantizar en general que no se pueda utilizar el cargo o puesto de conducción en beneficio propio, postergando los objetivos que hacen al bienestar colectivo.
En definitiva, una nueva constitución para un país distinto, sobre la base de la experiencia que nos ha llevado al atraso e inmoralidad, sumiéndonos en estado de crisis intensa y permanente.
MENCIONES BIBLIOGRÁFICAS
(1) El distinguido catedrático de la Universidad Nacional de Córdoba, Profesor Doctor Olsen Ghirardi, en el breve pero muy valioso trabajo La constitución de los atenienses-los obstáculos contra la corrupción (Separata de “Cuadernos de Historia”, N° 1, de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, edición del autor, año 1997) enseña que la acción humana es pensada y luego ejecutada, la ley ordena racionalmente lo que debe suceder, toda violación al orden jurídico debe ser sancionada porque enfrenta lo que debía suceder con lo que en la realidad aconteció, que “…cuando el orden pensado origina una crisis social de extrema magnitud, es evidente que debe ser cambiado o reajustado”. Destacaba el rol de aquellos sabios pensadores y juristas de la antigua Grecia, al establecer en el sistema político y sus normas rectoras los valladares a las tendencias impropias respecto a lo racionalmente establecido. Conductas (en nuestra opinión) que no son para nada excepcionales, las desviaciones son connaturales a buen número de personas y grupos de opinión o de interés.
Los frenos a la corrupción que debían incorporarse a la Constitución, y así lo hicieron –de allí su importancia– fueron la periodicidad de las magistraturas o funciones públicas (la rotación impide el enquistamiento en el poder, y con ello la formación de entornos perniciosos alrededor de quien ejerce poder, a la vez que excluye la tentación del administrador del tesoro sobre los fondos que debe cuidar); siguen la prestación de fianza, la rendición de cuentas, el sorteo para ocupar los cargos –entre ciudadanos ejemplares–, el juramento y el examen de aptitud. En esa evaluación se llegaba a indagar sobre su cumplimiento de los impuestos que debía abonar según la actividad que tuviera, cómo trataba a sus padres y vecinos, cómo había desempeñado servicios públicos que se le hubieran confiado anteriormente, etcétera.
También se tenía en cuenta si el candidato sobresalía por sus excesos, ostentación o arrogancia, por el peligro de que en el ejercicio de la función actuara como tirano.
No se trata de imitar o copiar a los sabios atenienses de aquellos tiempos remotos en cuanto a cada pauta o previsión específica, sino de advertir la inteligencia y necesidad que tuvieron al establecerlas. En nuestros días, a la luz de nuestra propia experiencia, una nueva Carta Magna tendría que impedir la eternización de personas o familias en el poder público, contemplando tiempos adecuados para cada gestión, evitar la reelección, eliminar la farsa de continuidad mediante cónyuges o parientes directos (nepotismo); prisión efectiva e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos para condenados por corrupción; impedimento de candidaturas pesando sobre el postulante auto de procesamiento confirmado en doble instancia aunque no haya adquirido firmeza definitiva; posibilidad de ejecución patrimonial, por condena en doble instancia aunque haya otras superiores y bajo la responsabilidad del Estado para la hipótesis de revocación ulterior de dicha sanción penal; falta total de antecedentes delictivos aunque haya cumplido las condenas impuestas por los mismos; juramento sobre desempeños políticos, laborales y profesionales habidos, actividades autónomas y empresariales, estudios cursados y títulos efectivamente obtenidos, previéndose como delito y causal de destitución la falsedad incurrida al respecto; domicilio de magistrados y representantes se fijará en el lugar del desempeño del cargo del cual se trate; limitar los fueros parlamentarios exclusivamente a opiniones o gestiones del legislador con relación a su función de tal, evitando que las Cámaras se conviertan en guaridas o refugios de delincuentes; etcétera.
(2) En la Convención Constituyente que consagró la última reforma en el año 1994, habiendo resultado electo convencional por la provincia de Neuquén su Obispo Monseñor Jaime de Nevares, asumió formalmente ese cargo público bajo juramento de rigor, y a poco comenzar las sesiones renunció para no ser partícipe asistente a los “funerales de la República”. Su ejemplar decisión obedeció al condicionamiento que ese Alto Cuerpo aceptaba tener a raíz del llamado “Pacto de Olivos”, compromiso habido entre Raúl Alfonsín y Carlos Menem, en cuyas estipulaciones se encontraba el no tratar la cláusula de reelección, es decir que se pretendía excluir toda deliberación sobre un texto convenido que posibilitaba la reelección del Presidente riojano. La Historia recordará el suceso como de un alto valor ético en la conducta del religioso, acorde con su gestión pastoral entre la grey católica neuquina y los pueblos originarios sureños, la intervención personal en la búsqueda de perseguidos políticos y niños desaparecidos durante el Proceso Militar 1976-1983, y antes de ello colocándose a la par de los obreros en lucha durante la construcción de la represa del Chocón, es decir durante la dictadura de Onganía. El Obispo De Nevares integró la CONADEP presidida por Ernesto Sábato, en tiempos de la restauración de la Democracia. Su entidad moral no le permitió participar de una Convención parida y manoseada por la política espuria. Empero, por encima de tales méritos, fue un visionario, al advertir que a partir de allí asistiríamos a “los funerales de la República”, como nos tocó vivir.
(3) Ver “El componente monárquico”, de Claudio Fantini.
(4) Ver La raíz de todos los males, de Hugo Alconada Mon, ediciones Planeta, página 29.
(5) La Regionalización propuesta conlleva la integración compensatoria de provincias de menores recursos con las de mayor producción y recaudación fiscal, mejoramiento de la movilidad social en ambas jurisdicciones, superación de conocidas rivalidades entre provincias. Fundamentalmente, modernizar el régimen federal ajustándolo a los principios republicanos y democráticos, dejando atrás los personalismos feudales, que subsisten y someten a sus pueblos.
(6) Ver Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Colección Los Grandes Pensadores, Editorial Sarpe, Madrid año 1984, Tomo I, página 142: “Cuando el jefe del poder ejecutivo es reelegido, es el propio Estado el que intriga y corrompe…El deseo de ser reelegido domina todos los pensamientos del Presidente…El vicio de las democracias es la sumisión gradual de todos los poderes a los deseos de la mayoría. La reelección del Presidente favorece este vicio”.
Alexis de Tocqueville (1805-1859). Abogado, juez, académico, constitucionalista, ministro de Asuntos Exteriores de Francia. Sufrió persecuciones y cárcel. Tras sus viajes a Gran Bretaña y a Estados Unidos, escribió sobre las virtudes de la Constitución de la naciente democracia americana, destacando que todas ellas se opacaban y estropeaban con la posibilidad de reelección presidencial.
Diciembre de 2020.
Publicado en la revista nº 14 – Editorial Brujas. Córdoba. Argentina.