Hace más de siete décadas, se abatió la plaga fascista sobre la República Argentina, como versión criolla de los totalitarismos antidemocráticos.
Al cabo de distintas etapas, desde el gobierno o la oposición, y caracterizado como derecha farandulesca, como izquierda terrorista, o como centro encubridor y cómplice, el peronismo ha logrado convertir a la Nación Argentina en desdichada republiqueta.
Lo notable y característico de esta endemia, es que ha sido desatada por la concurrencia de distintos virus, tales como el del autoritarismo; el de la autocracia; el de la corrupción; el de los negociados con y desde el Estado; el del nepotismo; el del asistencialismo electoralista; el de la intolerancia y el odio, entre otros.
Este largo y nefasto proceso, ha provocado también el desgaste y la contaminación de viejos partidos democráticos como el radicalismo y el socialismo, que hicieron un culto del respeto a la constitución y a la ley.
Quedó también en el camino una esclarecida conciencia de nacionalidad y de amor a los símbolos patrios.
Los adversarios políticos del régimen fueron estigmatizados como traidores a la patria y enemigos del pueblo, además de sufrir persecución y cárcel. Se impuso el culto al líder desde la escuela primaria, y la obsecuencia fue regla ineludible de conducta cívica.
En la actualidad ha quedado al descubierto la herencia de odios y deseos de venganza de los inmorales, representados por una vicepresidente que ejerce ilegalmente la suma de un poder discrecional, dirigido a amedrentar a una Justicia ineficiente y parcialmente politizada y corrompida, con el evidente propósito de lograr la anulación de las numerosas causas que, por el cúmulo de pruebas irrefutables, consagran a la “abogada exitosa” como campeona mundial de la corrupción y el latrocinio institucional.
Frente a esta trágica realidad, un presidente reclutado por la decadencia setentista, exhibe diariamente su incapacidad de gestión en un mar de lamentables contradicciones, secundado por un conjunto de improvisados, que nos llevan a empellones al borde del abismo.
Conquista sin par del kirchnerismo es haber acabado con la dignidad de vastos sectores, convertidos en mendicantes de subsidios, sabiamente administrados por punteros partidarios.
La educación en todos sus niveles y la cultura de ciudadanos libres, ha sido despreciada siempre por el peronismo, desde aquel “alpargatas sí, libros no”, de triste memoria.
Pero uno de los engendros más virulentos ha sido la creación de un sindicalismo corrupto y ávido de poder que, amparado por una legislación retrógrada, se ha erigido en cuarto poder del Estado, con demostrada vocación destituyente de gobiernos democráticos.
Sin vacilar puede afirmarse que los primeros gobiernos del peronismo constituyeron una auténtica dictadura, de lo cual no se habla, por conveniencia de unos y por cobardía de otros. En ese período asistimos al despilfarro de las ganancias obtenidas por la venta de productos agropecuarios a países europeos devastados por la segunda guerra mundial. En ese período florecen los negociados con y desde el Estado, que no dejaron margen para obras de infraestructura básica, como caminos, diques, gasoductos, minería. En ese período se inicia un proceso inflacionario incontrolable, que nos acompaña hasta la actualidad, con el consiguiente deterioro de nuestra moneda. En ese período se arraiga el culto al líder, adornado con todas las virtudes por la propaganda oficial, que esconde las inmoralidades y mentiras.
Desde su aparición, la endemia destruyó el federalismo, favoreció la consolidación y el auge del centralismo, adjudicando al Estado nacional un porcentaje irracional de los fondos de coparticipación con las provincias, que durante la “década ganada” llegó a más del 70%.
Resulta inadmisible que la corporación política no haya pensado nunca en la necesidad de incorporar a la Constitución Nacional un régimen permanente de coparticipación, por porcentajes de la recaudación total, acordado con todas las provincias, diseñado como política de Estado. Año tras año, todos los gobiernos han procedido al reparto de la coparticipación federal según sus conveniencias electorales, ignorando las distintas realidades provinciales.
Los gobernadores y senadores nacionales, que debieran ser paladines del federalismo, se han convertido en mendicantes del poder central, y al olvidar que las provincias precedieron al Estado nacional, ceden a este la administración de la caja común. Consecuencia de ello resultó la macrocefalia patológica de la Argentina, que atrae como un espejismo a los sectores empobrecidos del interior.
Al consagrar el asistencialismo incontrolable, el déficit crónico como políticas de Estado, y la inflación con emisión monetaria billonaria como conquistas definitivas, el peronismo kirchnerista se encolumna para rendir pleitesía a la reina del Calafate, mientras, el resto de los compañeros asume su tarea militante de encubrir la corrupción y el desgobierno.
Un pilar fundamental de la República, como debiera ser la absoluta interdependencia de los Poderes del Estado, padece de un mal histórico, como lo es que el Vicepresidente presida el Senado; y de un lamentable error contemporáneo, como lo ha demostrado la creación del Consejo de la Magistratura, urdido por la fracasada reforma de 1994, y sobre todo por su integración con políticos.
La corporación política y la de los letrados, sostienen la exitosa industria del juicio, que explota la ineficiencia burocrática de la Justicia y de la administración pública, que ha logrado un beneficioso status de irracionalidad.
¿Qué consideramos necesario para revertir, con pocas esperanzas, esta crónica y cruda realidad argentina?
No es tiempo ya de ocultar nuestros fracasos y principalmente el de la reforma constitucional de 1994, que facilitó la intromisión de la política en el accionar de la Justicia.
Sin desconocer que el momento no es el más propicio para promoverla, estamos convencidos de que no se superará esa cruda realidad, sin una profunda reforma de la Constitución, que garantice para los tiempos, una verdadera independencia de los tres Poderes; que jerarquice y dinamice la Suprema Corte de Justicia; que tutele una verdadera República federal; que impida el acoso impositivo del Estado hipertrofiado; que asegure una educación de calidad en todos los niveles; y que proteja los derechos y la libertad de los ciudadanos y el pueblo todo, frente a cualquier tipo de autocracia y de corrupción política-