El momento en que formulamos estas consideraciones, 27 de setiembre, (2018), es el día posterior a que se anunciara un nuevo acuerdo con el FMI para evitar la desconfianza de los mercados sobre la posibilidad de un default para 2019, y dos días después de que el Presidente se reuniera con importantes inversores a fin de convencerlos de que las reglas de juego se respetarían en la Argentina y hablara luego ante la ONU, al tiempo que su Ministro de Hacienda y Finanzas negociaba, con amplio respaldo de las potencias desarrolladas, el nuevo acuerdo con la Institución mencionada para disipar las dudas sobre un eventual default. Mientras esto sucedía en Nueva York, en Buenos Aires el presidente del BCRA presentaba su renuncia y se realizaba un paro general exitoso en las grandes ciudades, no así en el interior del país.
Hasta hace pocos meses la economía parecía que se encauzaba y la salida, lenta pero segura, estaba al alcance en el mediano plazo. De pronto la suba de los intereses y la revaluación del dólar en EE.UU., que afecta a todos los países emergentes como la Argentina, pero aquí, a diferencia de los demás, con la característica esquizofrenia de los mercados argentinos, se produjo una corrida desenfrenada e incontenible espiral inflacionaria. Y aquella visión optimista desapareció del horizonte. El gobierno recurrió al FMI, que rápidamente respondió con un importante e inédito apoyo financiero, que sin embargo no fue suficiente para frenar el pánico desatado, por lo que se recurrió nuevamente al organismo internacional para un mayor apoyo.
La Argentina mostraba al mundo la realidad de un país que se desangra en la inestabilidad permanente. ¿Cuál es la causa de esa inestabilidad? Sin lugar a dudas las causas son muchas, pero fundamentalmente y en especial una. Su incapacidad política para dar solución a los problemas de fondo. Lo económico y financiero viene por añadidura pero se manifiesta aquí con tremenda fuerza. La posibilidad de la inestabilidad política que impida al gobierno la conclusión de su mandato, gritada a viva voz por algunos sectores políticos y gremiales y de la izquierda retardataria, pero también, a escondidas, por sectores económicos subdesarrollados, ahora acosados por la justicia después de los Cuadernos de Centeno que pusieron al descubierto el mecanismo de corrupción montado por el anterior gobierno, inquietaron a los inversores extranjeros y dejaron a la vista un país que está dividido en innumerables corporaciones de intereses económicos y políticos, en lucha despiadada por no perder sus privilegios y no tener que pagar las consecuencias de un ajuste cruel que no puede evitarse, como resultado de décadas de irracionalismo económico e institucional, de una corrupción inédita y de una dirigencia, casi sin excepción desorientada, que no quiere asumir con responsabilidad lo que la hora impone; muchos por incapacidad, otros por mezquina conveniencia. Carentes de iniciativa y grandeza, solo atinan volver al pasado y repetir el mismo discurso y los mismos métodos de hace setenta años, totalmente anacrónicos en un mundo que ya está terminando la segunda década del Siglo XXI. Muchos de ellos con actitudes manifiestamente anti republicanas y anti democráticas, que espantan a quienes quieren ver una Argentina moderna, y agravian al ciudadano común que anhela vivir en paz en busca de un futuro con esperanzas y que no se siente representado por ninguno de esos sectores.
Con lo dicho no queremos significar que el paro no contenga justicia en muchos de sus reclamos ante la magnitud del ajuste que lo sufrirán los más vulnerables y la clase media que más trabaja y produce, pero la dirigencia que lo organizó carece de legitimidad, no solo porque no representa a los trabajadores, sino porque en su gran mayoría es la misma que se ha beneficiado y enriquecido de manera corrupta a costa de los trabajadores que dicen defender y de los dineros públicos de todos los argentinos, con el irracionalismo que nos precipitó al ajuste, más allá de los gruesos errores del gobierno actual que no pretendemos justificar, pero también, reconozcámoslo, con muy poco margen de maniobra. Ejemplo de ello es el presupuesto para el año 2019 que acaba de enviar al Congreso, hecho a la medida de los gobernadores peronistas: que el ajuste lo hagan todos menos las provincias por ellos gobernadas. Tampoco nos alegra haber tenido que recurrir una vez más al FMI. Todos sabemos lo que este organismo significó durante las décadas de los 80 y 90 del siglo pasado y no creemos que haya cambiado demasiado ahora, pero no hemos oído otras soluciones de dirigentes políticos o gremiales, ni tampoco de técnicos ni economistas de derecha o izquierda, ni de los que viven agitando banderas contra el endeudamiento, porque nadie dice de dónde obtener los recursos financieros que “supimos dilapidar” en décadas de despilfarro, cortoplacismo y robo, recursos de los que ahora carecemos para cubrir las urgentes necesidades que la pobreza y los requerimientos del crecimiento y el desarrollo nos exigen. Tal el caso de quienes nos gobernaron recientemente y dejaron el descalabro que hoy padecemos; aquellos que con su irracionalismo, irresponsabilidad y corrupción posibilitaron la llegada al poder del gobierno que hoy tenemos, cuya legitimidad democrática nunca reconocieron, pero también, entre otros, por dirigentes e intelectuales de la izquierda antidemocrática que todavía sueñan con paraísos que han fracasado y ya no existen en el mundo actual.
Pero hay otro aspecto de la realidad argentina, ya más cultural que político, que tampoco se asume o no se quiere asumir. El de una Argentina empobrecida. No de ahora, sino de hace décadas. Ese empobrecimiento es económico, financiero, político y fundamentalmente cultural. Que no tiene ahorro porque no ha sabido hacerlo ni ha tenido gobiernos que quisieran hacerlo, porque era mejor gastarlo en nombre de una falsa distribución que les daba votos y los enriquecía con la corrupción. La consecuencia está a la vista: carecemos de una infraestructura para poder desarrollarnos económica y socialmente, con un capitalismo prebendario y depravado, incapaz de enfrentar con responsabilidad y éxito una economía globalizada. Con sindicalistas mafiosos enquistados en el poder gremial y las obras sociales. Un Estado degradado en sus funciones por la ineptitud y las ambiciones desmedidas, sobredimensionado en su estructura con una burocracia kafkiana, cuyas consecuencias se reflejan en instituciones ineficientes e ineficaces y organizadas para delinquir en lugar de dar solución seria y definitiva a las viejas demandas populares. Un sistema educativo con serias y profundas falencias, sin aptitud ni vocación para entrar seriamente en competencia con un mundo que tiene al conocimiento como el factor más importante para su crecimiento y desarrollo. Con un sistema de salud atomizado, antieconómico, desigual y en muchos casos corrupto; laboratorios dirigidos por empresarios con ambiciones sin límites morales. Todo ello y mucho más, hace que la Argentina “vuele muy bajo” como señalara Alain Turaine hace ya más de quince años. Y lo que es peor, ha instaurado una cultura del despilfarro, del no esfuerzo, del sálvese quien pueda, de trepar por el acomodo en lugar de escalar por el mérito, antidemocrática, no apta para el diálogo y el consenso.
Se hace imperioso que el Estado funcione con eficiencia, con las instituciones republicanas: Poder Ejecutivo, Legislativo, Judicial y de control cumpliendo la función que la Constitución Nacional les acuerda, con organismos administrativos depurados, donde la idoneidad política y técnica sea la regla en la elección de quienes deben cumplir esas funciones. El correcto funcionamiento del Estado, con políticas públicas racionales y posibles, con transparencia e idoneidad, con participación ciudadana, abierto al diálogo sincero y amplio, con una mirada realista del mundo y con relaciones internacionales estratégicas para el desarrollo, son requisitos indispensables para generar confianza en nosotros mismos y en los que nos miran de afuera. Para darnos la seguridad de la que carecemos y mostrar un país organizado, con visión de futuro, sin retorno a pasados ignominiosos. ¿Será posible lograrlo? Está en cada uno proponérselo, dejando el facilismo, la ambición desmedida y la mirada cortoplacista; fijando el horizonte en el esfuerzo individual y colectivo, con la convicción de que ninguna empresa de envergadura se concreta de la noche a la mañana y sin la certeza de que somos capaces de realizarla; para ello es menester asumir nuestros errores, impulsar y perfeccionar nuestras virtudes, con el convencimiento de que cada día debemos trabajar para lograrlo y que la iniciativa privada es vital pero con la vista puesta en el bien común.
Es la sociedad en su conjunto la que tiene que salir de su letargo, buscar protagonismo y empoderamiento a través de organizaciones civiles, legalmente institucionalizadas, que aporten ideas, que abran el debate, que formen dirigentes. Las universidades están llamadas a jugar un papel importante, pero antes, las públicas deberán también descontaminarse de la cultura del anti mérito, y las privadas pensar también que la educación no es solo lucro económico. Así, como en los últimos años la sociedad ha abierto el debate sobre muchos derechos personales y de las minorías postergadas y ha obtenido éxito, ha llegado el momento de hacerlo también sobre la cosa pública, porque solo con un Estado que funcione cumpliendo cabalmente el papel que la Constitución Nacional le asigna, podrán efectivizarse realmente y en plenitud esos derechos, con lo cual se abrirá el camino de una Argentina que deje atrás un pasado que nos ha llevado al atraso en todos los aspectos.
Afortunadamente creemos que hay un sector de argentinos, aún minoritario pero cada día más amplio, que ven la realidad que hemos descripto y que desean fervorosamente mirar hacia el futuro para hacer un país moderno e insertado en el concierto de las grandes naciones, en democracia y libertad.
Noviembre de 2018.
Publicado en Hojas de Cultura. 2020. Compilación de una Experiencia. Capítulo I. Reflexión Política. Editorial Brujas. Córdoba. Argentina.