Desde el pasado 10 de diciembre, tras el recambio de autoridades, comenzó a crecer en la sociedad argentina cierta esperanza de que notorios casos de corrupción en los diferentes estamentos del Estado pudieran salir a la luz y, consecuentemente, ser juzgados sus responsables. De momento es una esperanza tenue, acaso débil, que se contrapone con la característica desconfianza en la celeridad, objetividad e imparcialidad de la Justicia, alimentada por tantos años en los que el ciudadano común fue testigo involuntario de las enormes presiones a jueces y fiscales de las que salieron indemnes muy pocos y probos funcionarios judiciales.
Ese sentimiento de impunidad (del latín impunitas, falta de castigo) campea irremediablemente en una ciudadanía descreída que, sin embargo, alienta todavía alguna razonable expectativa de ver sentados en el banquillo de los acusados a los responsables de tanto desmanejo y de tan impúdico crecimiento patrimonial, actores además de maniobras rayanas en la criminalidad. Es un anhelo justo, absolutamente razonable y legítimo; es, en síntesis, un clamor que debe ser escuchado por los responsables de impartir justicia.
Esa impunidad que tanto nos aflige y preocupa no es sólo mérito (¿mérito?) de los argentinos ni es de ahora. Existió y existe desde que el mundo es mundo; desde el comienzo de los tiempos, cuando las sociedades comenzaron a organizarse como tales. Pero aquí, entre nosotros y en este tiempo, hay casos emblemáticos que duelen y que, desde 1983, quedaron sin el condigno castigo. Anotemos: los pollos de Mazzorín, los guardapolvos y la leche vencida de Eduardo Bauzá, la pista de Anillaco (hoy abandonada e invadida por los yuyos), la explosión en Río Tercero, los sobornos “pagados con la Banelco”, las coimas a Ricardo Jaime, el triple crimen en General Rodríguez, “La Rosadita”, las obras públicas adjudicadas a Lázaro Báez, los negocios concedidos a Cristóbal López, la imprenta Ciccone, el caso Hotesur, el dólar a futuro, y la muerte del fiscal Nisman, por citar solo los casos más emblemáticos.
Qué duda cabe entonces que la impunidad, con todos sus matices, se paseó rampante por la extensa geografía argentina y no perdonó estamento gubernativo; se enquistó y se desparramó como una mancha imparable en los ámbitos nacionales, provinciales, municipales, sindicales, empresariales y hasta en los deportivos.
Pero ¿qué mecanismo opera en el individuo proclive al delito para considerarse impune? No es otro que el sentimiento de eternidad, no en el sentido de la finitud de la vida, sino en la acendrada convicción de que allí donde está, desde la majestad de su cargo, es incólume y está al margen de cualquier tipo de sospecha o denuncia; y si las hubiere, tendrá los resortes para acallarla.
Ese pensamiento impregnó a las monarquías medievales, modernas y contemporáneas. El rey, que lo era por derecho divino, podía obrar a su antojo; era dueño de la vida y hacienda de sus súbditos; era el señor de la guerra y de la paz y estaba seguro de que a su muerte, la dinastía seguiría el mismo camino. Los grandes movimientos sociales que desencadenó la Revolución Francesa a partir de 1789 cambiaron el orden de las cosas, trajeron aires e ideas nuevas: la soberanía residía en el pueblo y este, periódicamente, ungía a sus representantes. En esa constante de cambios los hubo también negativos y trágicos: recuérdese si no el Reich de los mil años que desembocó en la Segunda Guerra Mundial al costo de más de 50 millones de muertos.
Cada cual y a su modo, las sociedades se organizaron sobre ese paradigma y pusieron fin al absolutismo monárquico, basado en la eternidad de un mandato que nadie les había concedido.
Cuando en la Argentina, a partir de 2003, se pretendió establecer una cuasi monarquía en la que el poder se traspasaría sucesivamente entre los miembros de la pareja gobernante y a la espera de que el delfín pudiera hacerse con el gobierno, se abrieron las puertas de la corrupción amparada en la impunidad y protegida por la eternidad…
Abril de 2016.
Publicado en Hojas de Cultura. 2020. Compilación de una Experiencia. Capítulo I. Reflexión Política. Editorial Brujas. Córdoba. Argentina.