Daniel me esperaba con el clásico cartel en el que había escrito mi apodo, con prolija letra, como señal inequívoca de acercamiento y amistad. Allí descubrí una faceta, la primera quizás, del hombre que me cautivaría y con quien, durante más de 40 días, habría de mantener diálogos enriquecedores sobre los más diversos temas que pueden abordar dos cuarentones que no se conocían nada más que epistolarmente (advierta el lector que estoy memorando un hecho acaecido hace 37 años, cuando todo el artilugio comunicacional con el que ahora contamos era una utopía de mentes afiebradas), aunque compartíamos, con responsabilidades diferentes y a la distancia, la Redacción de La Voz del Interior. Aclarado este punto, vuelvo al instante de mi desembarque, cuando otro acontecimiento me sorprendió: la coincidencia de mi llegada a Barajas con el arribo de otro avión que transportaba a los jugadores del Atlético que vaya a saber qué copa habrían ganado. El aeropuerto bullía de fanáticos del equipo colchonero y Daniel, sin mediar saludo y señalando a la multitud enfervorizada me lanzó una frase inolvidable: -¡Qué te parece la recepción que te preparé…!
Conocí a Daniel Salzano, de cuya muerte se cumplen cuatro años, en circunstancias poco comunes: fue a mi llegada al madrileño aeropuerto de Barajas, en un ya lejano 1981, cuando “la tablita” de Martínez de Hoz era una tentación irresistible para cualquier argentino a lanzarse a descubrir Europa. Daniel me esperaba con el clásico cartel en el que había escrito mi apodo, con prolija letra, como señal inequívoca de acercamiento y amistad. Allí descubrí una faceta, la primera quizás, del hombre que me cautivaría y con quien, durante más de 40 días, habría de mantener diálogos enriquecedores sobre los más diversos temas que pueden abordar dos cuarentones que no se conocían nada más que epistolarmente (advierta el lector que estoy memorando un hecho acaecido hace 37 años, cuando todo el artilugio comunicacional con el que ahora contamos era una utopía de mentes afiebradas), aunque compartíamos, con responsabilidades diferentes y a la distancia, la Redacción de La Voz del Interior. Aclarado este punto, vuelvo al instante de mi desembarque, cuando otro acontecimiento me sorprendió: la coincidencia de mi llegada a Barajas con el arribo de otro avión que transportaba a los jugadores del Atlético que vaya a saber qué copa habrían ganado. El aeropuerto bullía de fanáticos del equipo colchonero y Daniel, sin mediar saludo y señalando a la multitud enfervorizada me lanzó una frase inolvidable: -¡Qué te parece la recepción que te preparé…!
Quedé atónito por tan feliz ocurrencia que no iba a ser la única, felizmente.
Nació en ese momento una fraternidad que cultivamos, de manera intermitente, durante varios años y se reforzaba cada vez que Daniel venía a Córdoba y, café de por medio, nos contábamos nuestras propias cuitas. Retomo el relato y vuelvo a aquellas pláticas madrileñas impregnadas de valiosas experiencias, pues Salzano fue el mejor y más desinteresado guía turístico-cultural que me enseñó qué debía ver en Europa, qué tenía que desechar, y cómo sacarle el jugo a un viaje en solitario que me llevó por varios países. Atesoro aquellos consejos como algo invalorable y procuro transmitirlos a quien ocasionalmente tiene la infinita paciencia de escucharme. Por ejemplo, en Toledo tenía que detenerme frente a “El entierro del conde Orgaz”, la magnífica obra de El Greco; en París no podía perderme el deslumbrante espectáculo del encendido simultáneo de las luces de la ciudad desde las escalinatas del Sagrado Corazón; en el Louvre extasiarme con la monumental Victoria de Samotracia; y en El Panteón rendir homenaje a Jean Moulin, el héroe de la Resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial. Estas fueron apenas algunas recomendaciones, pero hubo muchas más acompañadas de gentilezas difíciles de compensar. La más notable que viene ahora a mi memoria fue cuando poco antes de emprender el regreso me obsequió una platea preferencial para ver la ópera rock “Evita” de Lloyd Webber y Tim Rice, interpretada nada menos que por Paloma San Basilio y Patxi Andión.
Ese fue el Daniel Salzano que conocí y traté; el periodista, escritor, compositor, poeta, dramaturgo, cinéfilo hasta la médula y enamorado de su Córdoba que, en Madrid y con un dejo de nostalgia me la describía como si estuviéramos caminando por la peatonal y evocaba, con aire despreocupado, a tres de sus ídolos: Daniel Willington, Talleres y Jerónimo Luis. En una de aquellas charlas en el Parque del Retiro me comentó dos proyectos que venía madurando cuando volviera definitivamente a Córdoba: administrar un cine que fuera heredero del mítico El Ángel Azul y crear un centro cultural que fuera difusor de las más variadas expresiones del arte. Pasaron los años, Salzano regresó definitivamente e hizo realidad su sueño: creó el Centro España-Córdoba y puso en marcha el cine Hugo del Carril cuyo nombre fue producto de la escasa imaginación de algún burócrata municipal de aquella época, pues según Salzano debió llamarse Metrópolis, una denominación abarcativa que engloba al cinematógrafo de todos los tiempos. Estos dos emprendimientos, y una producción literaria conmovedora, son el legado de Daniel Salzano a la ciudad rebelde que amó entrañablemente y a la que mira bullir inmortalizado en una bella escultura desde su mesa de café en la céntrica esquina de San Jerónimo y Buenos Aires, o, como diría él, “en la esquina del Sorocabana” .
Noviembre de 2018.
Publicado en Hojas de Cultura. 2020. Compilación de una Experiencia. Capítulo VII. Hojas de Historia. Editorial Brujas. Córdoba. Argentina.