Estas simples consideraciones han emergido naturalmente a la superficie de la meditación, al observar las arduas circunstancias que han afectado y afectan a la sociedad como consecuencia de los estragos causados por el “bichito coronado” (sí, está bien, se sabe que no es un bicho), y los distintos tipos de aislamiento y soledad a que nos ha sometido.
En algunos casos la aridez de la situación implicó soledades estériles en el aspecto cultural o artístico, dado la urgencia de otros requerimientos vinculados con necesidades inmediatas; a veces, sin llegar a la esterilidad, la incitación de la poesía se manifiesta con la levedad que le permite el pequeño espacio que deja el trajinar diario.
A juzgar por los resultados, no ha sido el caso de Eda Nicola. Sus obligados períodos de soledad han sido fructíferos, plenos de creación poética, rebosantes de una poesía profunda, enigmática, que Eda tuvo la generosa gentileza de hacernos conocer. Con Foso de sal, obtuvo el primer premio en poesía del Certamen Internacional “Hacia Ítaca 2020”, convocado en Mar del Plata. También de 2020 es ese denso conjunto de poemas, prosa poética, leves adagios, titulado De bailar en el fuego. Y por último, en ese manojo de latente belleza que conforma la brillante remesa de Eda Nicola, una verdadera joya de interioridad poética recóndita: Mesa de escribir, sobre el cual nos detendremos brevemente.
Se trata de un diálogo atrapante y mágico de la poeta con su mesa de escribir, que no siempre es ese mueble sencillo y familiar bien conocido. A veces se le presenta como el árbol que fue, o como un misterio, un algo incierto, o como un mundo pleno de sugerencias, y, también, como un dúctil silencio. Un silencio grávido, insinuante. Pero siempre, cualquiera sea la modalidad como se manifieste, ella lo dice, “es una absoluta gracia”. Desde esa gracia, ese don, crece este exquisito poemario, en el que estalla su palpitante interioridad, que se fusiona muy poéticamente con el insondable misterio que bulle en la intimidad de esa madera con alma.
Ya en el inicio, la poeta confiesa que acude cada tarde a su mesa de escribir con la actitud de quien cumple un acto cotidiano habitual, como quien espera “su taza de leche / su trozo de pan con dulce”. Pero enseguida aparece el oxímoron continuo, las reiteradas paradojas que muestran que esa relación es mucho más compleja. (“Siempre tuve una mesa de escribir. / Aunque no siempre lo supe. / Y a veces, sabiéndolo, lo ignoraba”). Y en otra ocasión: “No siempre puedo ver a mi mesa de escribir / entre tanto y tanto y tanto mundo”. Suele ocurrir que sobre esa mesa “entre tanta papelería absurda (…) entre tantos cadáveres (…) / late / un universo entero. / A veces alcanzo el brillo oscuro de sus ojos” (el subrayado es nuestro). Y así, enmarañado en esas aparentes contradicciones, progresa el rico diálogo en el que germinará una copiosa temática trascendida de profundas especulaciones, sobre la vida y la muerte, el dolor, la soledad, el amor, las ausencias y los encuentros, la realidad de su entorno familiar de ayer y de hoy… luces y sombras…
A veces, la mesa de escribir es sólo un hueco, un vacío impreciso, aunque ella de alguna manera la percibe, la siente; otras, es ella la esquiva, la ausente… pero siempre se encuentran. Siempre hay una palabra, un eco disperso, un son que llega desde la esencia del silencio como ángel o duende, para entablar el encuentro.
“Sí que tenía una mesa de escribir cuando era niña (…) pero aún no había muerto. / Conservaba su forma de árbol. / El viento, los pájaros y yo, trepada a ella como un gusano, todos escribíamos. / Ella no había muerto aún. / Yo tampoco.”
Hay un poema, más precisamente prosa poética, con un final versificado, el 16, en el que la poeta se desplaza por situaciones insólitas, empujada, como sugiere el “tal vez”, por la duda que suscita la rara relación. En él se advierte con claridad la inusitada variedad de aspectos que puede promover esa singular conexión. Vale la pena citar in extenso. “Ahora tal vez las dos, la mesa de escribir y yo, seamos pálidos fantasmas que aún no sabemos de nuestra muerte. Podría ser que ya nos hayan avisado que tendríamos que callar. Pero podría ser que el correo se haya extraviado.” Transcribe la carta que se habría extraviado dirigida a las “Estimadas Eda y mesa”, en la que les comunican que ya han muerto y deben guardar silencio. “Deben dejar que los vivos hablen y escriban”. Firma La Muerte. La carta no les llegó. “Entonces no sabemos −dice−. Y seguimos las dos vivas como por inercia. Seguimos en movimiento, aunque ya pertenecemos al mundo de lo quieto”.
“Bueno, hasta que no recibamos la carta, no nos daremos por enteradas.” Y siguen en esa postura, haciendo como que no saben nada, pero lo saben, ambas lo saben.
“Sí, no me digan nada, ya sé que ella está muerta, pobrecita, cortada, alisada, faenada, ¡no le crecen brotes por ningún lado! Me doy cuenta, no soy idiota. / Pero no le digo nada.”
La mesa igualmente la recibe, la deja escribir, le hace saber lo que necesita cuando Eda no sabe qué escribir. “Así que para mí, está viva, aunque no la escucho respirar”, dice, y finaliza:
“¿Y yo? / ¿Cómo sé realmente que estoy viva? / ¿Sólo porque respiro vivo? / No podría asegurarlo. / Me siento vivir solamente cuando escribo, sobre mi mesa muerta. / A lo mejor ella hace lo mismo que yo. / A lo mejor es ella la que vive y yo la que estoy muerta. / Pero no me lo dice.”
Aunque es poderosa la tentación de insistir en el comentario y análisis de otros textos que integran Mesa de escribir, la adecuada extensión que corresponde a esta reseña impone la necesidad de renunciar a ello. Vamos, pues, a tomar el camino hacia el final de esta recensión, pero no sin antes señalar un detalle que consideramos de especial significación. En varias de las composiciones la autora se refiere a su vida real, actual y pasada. Los miembros de su familia: las hijas y ciertos aconteceres sus vidas; su hermano muerto; la madre muerta “que cada día viene a cuidarnos, a mí y a sus nietas que no conoció”. El esposo que sigue siendo aquel muchacho que la vio por vez primera hace tanto tiempo. El padre con su desolación y su sabiduría; la familia toda, la nona, los poquísimos amigos “que pudieron entrar en mi corazón solitario, y oculto”. Estimamos importante el alcance que tiene ese acudir a su realidad, a su entorno de ayer y de hoy, por algo que ya hicimos notar alguna vez como una característica destacada de su estilo: el valor plural que adquiere su palabra en esas evocaciones, ya que al mismo tiempo que apunta un rasgo de carácter de alguien, o se enciende en un arranque lírico ante una situación que la conmueve, hay una voz arcana que secretamente “narra” su vida.
La mejor manera que se nos ocurre para poner punto final, es transcribir, íntegramente, sin comentario alguno, el último poema de La mesa de escribir:
“La poesía es una criatura a la que tengo que amamantar. / La poesía es mi madre, y me está dando de mamar ahora mismo. / No necesitamos una mesa para eso. / No. / En cualquier rincón nos acurrucamos y nace la leche del cuerpo, caliente y dulce. / Pero entonces la mesa se convierte en una sillita, para que podamos sentarnos más cómodas, es que la bebé llora, es que las mamas duelen, así, tan colmadas de leche, tan tensa la piel un poco afiebrada, que nos tiene piedad. Y ya no le importa ser mesa, silla, perchero o perro. Se adapta a las circunstancias. / Estará siempre conmigo, lo sé. Con lo que sea yo en este mundo oscuro. / Un hondo silencio, y a veces, alguna palabra.”
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No es posible, por razones de espacio, ni lo estimamos pertinente de acuerdo a la índole de este trabajo, dedicar sendas exégesis a los otros libros ya mencionados. Digamos simplemente que un foso de sal, según palabras de Eda, “es resguardo, alimento, preservación del sabor del espíritu”. De allí que su Foso de sal, el profundo poemario galardonado en Mar del Plata, le hace expresar a la autora: “En un vaso roto que ha olvidado cómo proteger el agua / guardo / la memoria de la sed”. En una original advertencia manuscrita la autora hace notar un error de imprenta. “El libro comienza en el poema 2, donde vive una gota de agua, −dice− no en el 1, donde habita una piedra. Lo tomo como decisión del mismo libro, que vive como un ser”. Podríamos decir, pues, de ese ser vivo que decide sobre su propio destino, que es el receptáculo protector de los anhelos, las ansias, los sueños que laten en el pulso del linaje desleído en la recóndita intimidad de la poeta.
De bailar en el fuego . En el ejemplar que hemos recibido de este compacto poemario, Eda Nicola escribe, a manera de dedicatoria personal: “Primero la técnica / De bailar en el fuego… ¿O primero las palabras / que crean el fuego?” No sabríamos responder. Pero sí creemos advertir que lo fundamental es asumir la capacidad de mantener los pies descalzos sobre las brasas, si con ello logramos proclamar nuestras verdades.
“Este libro de Eda es bello desde la dedicatoria. (A mi mamá, a mi hermano Guillermo. A ellos que ya lo saben todo. Y saben decirme lo que necesito) Ritmo de una llama que palpita en la hoguera”. Con estas palabras comienza Lily Chávez su comentario de contratapa. Certera definición que resume la intensidad del pensamiento y la hondura de la palabra poética con que nos toparemos en estas páginas. En ellas, Eda Nicola nos hará palpar su visión, su sentir sobre esa “especie de sed” que es la poesía; desentrañará el secreto del porqué “esa pieza extraña que viene de un pasado que ya no comprendemos”, sigue sin embargo poderosa, atrayéndonos hacia ese espacio donde nos place imaginar la tibieza de su presencia.
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Publicado en la revista nº 15 – Editorial Brujas. Córdoba. Argentina.