AQUEL DISCURSO DE FONTANARROSA

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Es probable que la globalización, ese fenómeno sin cuerpo ni rostro que todo lo abarca cual un silente Leviatán, haya comenzado cuando Cristóbal Colón pisó las costas de un continente sin nombre al que un puñado de españoles primero y luego los miles que le siguieron dominaron y borraron casi por completo los rastros de pueblos originarios enfrascados, a su vez, en sus propias luchas fraticidas. Pero aquella conquista a sangre y fuego también trajo consigo un idioma nuevo que habría de imponerse desde el norte de México hasta los confines de la Patagonia, con excepción de Brasil: la lengua de Castilla, el castellano, que se enseñoreó en estas tierras vírgenes y quedó como legado cultural junto a una huella monumental de arte y urbanismo con el sello de la época. Ese idioma que hoy practicamos con orgullo (aunque manejemos muy pocos vocablos en comparación a su inmensa riqueza) y que alcanzó el estatus de segunda lengua internacional hablada por más de 570 millones de personas, será revalorizado aquí, en Córdoba, cuando este mes se concrete el VIII Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE), un acontecimiento cultural de ribetes únicos que por segunda vez se realiza en territorio argentino, después de la muy grata experiencia que se vivió en Rosario, hace 15 años.

La capital cordobesa albergará a más de 600 académicos de la lengua, quienes a través de conferencias y una nutrida agenda paralela tratarán de desentrañar los tesoros que acopia nuestro idioma y poner en valor el don de la palabra, de la buena palabra, como el vínculo mayor de comunicación y entendimiento entre los pueblos. Allí estarán, entre otros, los escritores Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards, Martín Caparrós, Soledad Puértolas, Juan Manuel Bonet, Luis García Montero (director del Instituto Cervantes) y Darío Villanueva Prieto (director de la Real Academia Española). El realce de este acontecimiento lo dará la presencia del rey de España Felipe VI y del presidente argentino Mauricio Macri. Este mega foro del idioma español servirá, entonces, para ratificar que la lengua escrita es la puerta de acceso a saberes y conocimientos formalizados, como así también expresión de sentimientos, emociones y deseos en forma perdurable.

Esta cita cultural de ribetes únicos me permite, con la licencia del lector, retrotraerme en el tiempo para recordar el memorable e hilarante discurso de Roberto Fontanarrosa en aquel congreso rosarino. Muchos de los académicos allí presentes ignoraban los pergaminos del orador que ocupaba el estrado mayor; desconocían acaso que era autor de siete libros en los que campea el lenguaje común de los argentinos; creador de personajes antológicos como el entrañable sicario Boogie el aceitoso; el gaucho Inodoro Pereyra (“el Renegau”), su esposa Eulogia y el perro Mendieta; que era historietista e ilustrador de la época en que no existía el trazo digital y componía sus viñetas a lápiz y acuarela cuidando cada detalle; e inspirador y argumentista de películas que hicieron época. Fontanarrosa era pues, por mérito propio, una genuina expresión de nuestra cultura popular y de allí el honor de ocupar una poltrona en aquella recordada mesa redonda.

Cuando llegó el momento de su discurso, en el académico auditorio acostumbrado a las sutilezas de la Real Academia campeaba la curiosidad; y Fontanarrosa, fiel a su estilo, se despachó con la sinceridad y llaneza del hombre común, de aquel que no pasó por los claustros pero impregnó su vida en la sabiduría de las cosas simples.

Tras excusarse de no poder leer su discurso “porque me olvidé los anteojos”, improvisó un mensaje sobre las malas palabras que quedó para la historia y del que extraigo sus conceptos medulares:

“(…) Hay palabras, de las denominadas malas palabras, que son irremplazables por su sonoridad, por su fuerza; algunas incluso por contextura física. No es lo mismo decir que una persona es tonta o sonsa, que decir que es un pelotudo. ‘Tonto’ puede incluir un problema de disminución neurológica, es realmente agresivo. Y aparte hay una cosa, que a eso voy con lo de la contextura física. El secreto de la palabra ‘pelotudo’; la fuerza, está en la letra ‘T’. Analicémoslo, anoten las maestras…”. Después de tamaña irreverencia, el orador hizo una pausa cuyo silencio se quebró con aplausos tímidos y algunas sonrisas de los presentes. Esto le sirvió a Fontanarrosa para tomar envión y preguntar: “¿Por qué son malas las malas palabras? ¿Quién las define? ¿Son de mala calidad porque se deterioran y se dejan de usar? Tienen actitudes reñidas con la moral, obviamente, pero no sé quién las define (…). Yo creo que las malas palabras sirven para expresarse y por eso no las debemos marginar (…). Hay una palabra maravillosa que en otros países está exenta de culpa, que es la palabra “carajo”. Tengo entendido que el carajo es el lugar donde se mandaba a los vigías, en la punta del mástil del barco. Mandar una persona al carajo era estrictamente eso. Acá apareció como mala palabra; al punto de llegar al eufemismo de decir “caracho”, lo cual es una debilidad y una hipocresía”.

Después de abundar en otros ejemplos que el lector en estas líneas puede repasar a través de Google, Fontanarrosa cerró su osada exposición con una ponencia que invitó a la reflexión: enfáticamente pidió una “inmediata amnistía para las malas palabras”. Fue entonces cuando el auditorio, aún atónito por tan singular mensaje, transformó los tímidos aplausos en ovación.

Emiliano Nicola

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Emiliano Luis NICOLA. Nacido el 10 de abril de 1937. Ejerció como periodista deportivo en los diarios Córdoba y Los Principios, en las radios LV2 y LV3 y en Canal 12 donde también fue co-conductor del programa Teledinamica. A partir de 1978 se incorporó a la Redacción de La Voz del Interior desempeñándose como Redactor, luego Prosecretario, Secretario de Redacción y Prosecretario General de la Redacción hasta su jubilación en 2002.
En 2003 funda y dirige la revista mensual Nosotros de la que se retira en 2012.