Héctor Roberto Chavero, tal su auténtica identidad, llegó al mundo en el seno de una familia ferroviaria, en el pago bonaerense de Pergamino. La vida y sus firmes convicciones hicieron que no parara de transitar los caminos de la Patria que lo acunó, honró y quiso de verdad, pero alma tan generosa no podía privar de sus acordes y melodías al resto del mundo. Convertido en constante viajero, fue bien recibido donde fuera que su espíritu andariego lo llevara, sin otro bagaje que la guitarra, las ganas de cantar y sus ansias de libertad.
A los 24 años de edad, en 1932, participó en Entre Ríos, en la fallida sublevación de los hermanos Kennedy contra la dictadura del General Uriburu, por lo cual tuvo que exiliarse en Montevideo. De sus tiempos entre verdes cuchillas y serenos arroyos, los recuerdos le hicieron decir que la gente de estos lugares tenía el hábito de saludar aún a personas que no conociera, siendo ello propio de “quienes no tienen miedo ni pecados”. En 1931 se estableció a orillas del río Gualeguay, a una legua de Rosario del Tala, desde allí recorrió Paraná, Urdinarrain, Basavilbaso, Victoria, Villaguay, La Paz, en definitiva gran parte de la provincia. Sus añoranzas se tradujeron en poema:
Sin caballo y en Montiel
Pasé de largo por Tala
detenerme para qué
de poco vale un paisano
sin caballo y en Montiel.
En la orilla montiefera
tuve un rancho alguna vez
lo habrá volteado el olvido,
será tapera, no sé.
En la orilla montiefera
tuve un rancho alguna vez.
En 1950, con 42 años y prohibido por el peronismo, emigró a París, donde fue aclamado en los escenarios, habiendo compartido uno de ellos con Edith Piaf.
La ensoñación con una sociedad distinta lo llevó a adherir al comunismo, pero su espíritu de rechazo a todo autoritarismo le valió la expulsión de las filas partidarias en 1952.
De regreso al país, tuvo que seguir rodando por el planeta durante los procesos militares iniciados por Onganía (1966-1973) y Videla (1976-1983). Fue entonces cuando llevó su trova a Japón.
Hay en aquella remota nación una altura boscosa llamada Sembo Matzubara (monte de dos mil pinos), entre el mar y el Fujiyama (cerro único), encuentro entre el norte y el sur del país, fuente pletórica de leyendas muy arraigadas en la cultura nacional.
Volvemos al relato de Don Ata, sobre sus exquisitos tiempos de enamoramiento con los japoneses, y de ellos con él y sus payadas de allende los mares. Nos cuenta que en Sembo Matzubara hay una pequeña aldea donde vivió y murió –solo y pobre- un querido poeta del lugar, llamado Box Ziú. En su choza vacía, cuidada y venerada por los vecinos, se reúnen periódicamente poetas, músicos, románticos y bohemios, mayormente jóvenes. En un bello poema, como último legado y sintiendo próxima su partida, cantó dulcemente a su inminente futuro y a la muerte, con un pensamiento nada trágico:
“Cuántos montes tendré que atravesar
Cuántos lagos, cuántos ríos
para llegar al fin de una comarca
donde no tenga nido la tristeza!”
Después de 1983, con el avenimiento de la democracia, retornó Don Ata a su tierra, encantado con el norte cordobés estableció su residencia al pie del Cerro Colorado. Pero nunca dejó de viajar, a tal punto que la muerte lo alcanzó en Francia, en 1992.
Considerado el máximo exponente del resurgimiento del folklore argentino, con estilo culto en el arte de la guitarra y en sus cantares sentidos y profundos, llenó una época a la cual pertenecieron otros gigantes de la música nacional, como Eduardo Falú y Jaime Dávalos. Desde la tradición generaron un tiempo de renovación y difusión, que traspasó nuestras fronteras.
Cautivó con sus modales, gentil y respetuoso, y con su inconmovible rebeldía en defensa de la justicia y la libertad, integridad y valor personal que provocaron sus frecuentes destierros.