ALFREDO L. PALACIOS. UN RECUERDO DE JUVENTUD

A

Publicado en el año 1995 – Jorge Arturo Orgaz.

Este año se cumplió el trigésimo aniversario del fallecimiento del Dr. Alfredo L. Palacios, uno de los hombres más ilustres de la República y que fuera en su oportunidad el primer diputado socialista de América. Por eso, evocar de algún modo su figura en las actuales circunstancias que vive el país, constituye un imperativo ético de conciencia y un estímulo para las presentes generaciones, tan huérfanas ahora de auténticos ejemplos de conducta y austeridad republicana.

Uno podría referirse a su larga trayectoria pública que abarcó sesenta años y que estuvo encaminada a defender los derechos fundamentales que establece nuestra Constitución Nacional, los que fueron conculcados en determinados momentos de nuestro proceso histórico. O bien incursionar en su prolífica labor parlamentaria, que se extiende en forma intermitente entre los años 1904 y 1963, y realizar, en consecuencia, un detalle minucioso de sus innumerables proyectos a partir de la sanción de la primera ley obrera N° 4461 en 1905 sobre descanso dominical que lo consagra como precursor del nuevo derecho de los trabajadores. Prefiero, sin embargo, dejar que mi mente retroceda en el tiempo y rescate un recuerdo de mi juventud que me vinculó entrañablemente con este político de raza. Yo cursaba, en ese entonces, mis estudios de abogacía en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de nuestra Universidad Nacional.

El episodio que me propongo relatar, aparentemente trivial, no persigue otra finalidad que la de expresar los sentimientos que experimenté en dicha ocasión, y que me permitieron valorar, desde lo más íntimo, las calidades humanas de este eminente ciudadano.

Palacios fue, por sobre todo, un señor; de espíritu noble y generoso, sabía disfrutar de las grandes y pequeñas cosas de la vida con un sano sentido del humor y cultivó con sencillez y decoro el trato hacia los demás, lo que le valió el cariño de sus amigos y el respeto de sus adversarios. Debo aclarar, por otra parte, que durante esa época mi casa paterna era visitada con bastante frecuencia por políticos de probado talento y de las más diversas procedencias ideológicas, a quienes prodigué mi estima y consideración; pero en el momento de conocerlos, ninguno de ellos me cautivó como el recordado dirigente y protagonista principal de mi relato.

En el año 1960 Alfredo L. Palacios fue invitado por la Cátedra de Higiene y Medicina Social de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Córdoba a pronunciar una conferencia sobre “Aspectos Médicos, Sociales y Sanitarios de la República Argentina” el día 11 abril de dicho año.

Mi padre, quien era su amigo en el afecto y en el ideario común –y que en esa época ejercía el cargo de Rector de la Alta Casa de Estudios- no tuvo mejor idea que agasajarlo con un almuerzo en nuestra casa.

Tiempo atrás, y en su carácter de Embajador Argentino ante la República Oriental del Uruguay, Palacios arribó a Córdoba para participar el 30 de noviembre de 1955 en el acto de inauguración del monumento a Artigas en el Parque Sarmiento, donde una verdadera multitud lo ovacionó al pronunciar su discurso al pie de la estatua del prócer. En esa oportunidad, mi padre me lo presentó, pero fue un encuentro muy fugaz pues, la muchedumbre, apretujada en la rotonda, lo llevaba de un lugar a otro y, de pronto, me di cuenta de que no estaba más a mi lado.

De ahí que mi expectativa por conocerlo más profundamente a partir de ese acontecimiento, fuera cada vez mayor.

Cuando llegó el auto que lo traía y vi entrar al veterano dirigente, noté que el transcurso de los años no había pasado en vano. Sin embargo, después de una breve reunión en el living y mientras nos dirigíamos al comedor, observé que aún caminaba con su cuerpo erguido y con paso lento pero seguro. De mediana estatura, vestía su clásica indumentaria de negro y sus ademanes no estaban exentos de cierta solemnidad. Su famoso bigote, que en tiempos lejanos tenía la forma de una “U”, con sus largas puntas dirigidas hacia los ojos, se mostraba ahora más pequeño sobre sus labios y como revestido por un tenue color ceniza; la inflexión de su voz era de un tono grave y profundo.

El ágape transcurrió en un clima cordial y de amena conversación; pero todos estábamos pendientes de la palabra de Palacios, el que se refirió no sólo a distintos episodios de su vida, sino que también incursionó en otros temas de actualidad y de carácter familiar, recordando, en tal sentido, que fue su madre quien lo inició en el socialismo. Asimismo, ella puso en sus manos el Nuevo Testamento con el Sermón de la Montaña “y llegó a apasionarme la figura de Jesús”, según dijo. Su madre, que era una persona de arraigadas convicciones religiosas, se llamaba Ana Ramón y su padre, Aurelio Palacios; ambos orientales de nacimiento. De esa unión nacieron sus cuatro hermanos: Pablo, Carlos, Aurelio y Octavio.

Luego de concluido el almuerzo, Palacios le pidió a mi padre que lo acompañara a caminar por la calle, pues deseaba contemplar, desde una perspectiva determinada, el panorama que ofrecían las sierras cordobesas. Nosotros vivíamos en aquella época en la Avda. Julio Escarguel del Cerro de las Rosas, entre Tristán Malbrán y Gregorio Vélez, prácticamente al frente de una bajada que conducía a los famosos “pozos verdes”, que en los meses de verano atraían a un gran número de bañistas. Con mi madre y mis hermanos nos arrimamos a ellos y todos bajamos unos metros por el terreno empedrado; desde allí se apreciaba el espectáculo en toda su magnificencia. Palacios parecía como fascinado por el colorido del paisaje y permaneció en silencio durante unos minutos.

Al repechar la cuesta, advertimos que en el camino estaban detenidos dos automóviles de los cuales bajaron algunas personas que habían individualizado su presencia y se acercaron con evidentes signos de emoción para saludarlo. Toda mi familia asistía a esas expresiones de afecto que generaba el ilustre visitante y la cordialidad con que él las retribuía.

Cuando llevamos a Palacios de regreso al hotel donde se alojaba, me preguntó si podía hacerle un favor; le dije que sí, con mucho gusto. “Te espero a las 18 en el hotel”, me contestó.

Como faltaban dos horas para el encuentro, aproveché el intervalo y me fui a ver una película en un cine de la Avda. Gral. Paz, sin imaginar que al término de la función, empezaría a vivir un acontecimiento inolvidable, altamente emotivo, y en cierta medida, risueño.

A la hora convenida llegué al “Hotel Bristol”. Él ya me estaba esperando en su habitación con su inconfundible sombrero de mosquetero en la mano y su poncho de color marrón claro, doblado sobre su hombro izquierdo, como queriéndome indicar que saldríamos enseguida. Y así fue. Se encasquetó el sombrero, cerró con llave la puerta y mientras bajábamos por la escalera me preguntó dónde podía comprar una caja de bombones porque tenía que hacer un regalo. Le contesté entonces que a la vuelta de la esquina, en la calle 9 de Julio, se encontraba la “Confitería Oriental”. Sin agregar una palabra más, cambió de conversación y salimos del hotel.

En la vereda de Rivera Indarte comencé a experimentar una extraña sensación, que podría traducirla como un sentimiento de orgullo e insignificancia a la vez, ya que, de golpe, tomé conciencia de que mi único y circunstancial acompañante era nada menos que Alfredo Palacios.

Durante el trayecto se reiteraron las adhesiones de simpatía; mujeres y hombres de distintas procedencias sociales y políticas, y aun aquéllos que eran indiferentes a ese difícil arte del quehacer político, lo detenían para manifestarle de una u otra manera su afecto y reconocimiento.

Con la caja de bombones en sus manos, y después de padecer numerosos apretujones tanto a la entrada como a la salida de la confitería, volvimos al hotel donde nos aguardaba un auto. Subimos de inmediato y acomodándose en su asiento, Palacios le indicó al conductor que lo llevara a un convento de monjas, que mi memoria lo ubica en Barrio Pueyrredón. Durante el viaje yo me encontraba completamente intrigado pues no podía imaginar qué tendría que hacer el líder socialista en un convento religioso, y acentuaba mi estado de duda, el hecho de no tener la más remota idea de quién iba a ser, en definitiva, el destinatario de la misteriosa caja de bombones. Tampoco me animaba a preguntarle nada al respecto, porque él mantenía una actitud de reserva y el diálogo giraba sobre otros asuntos. Recordaba, sin embargo, que Palacios, siendo un fervoroso anticlerical, tenía buenas relaciones con algunos sacerdotes Y cultivaba una especial y sólida amistad con Monseñor Miguel De Andrea, con quien compartió, además, la cárcel, en horas de mucha incertidumbre argentina.

Por fin llegamos al convento. El viejo luchador bajó del auto ceremoniosamente y, deteniéndose frente al portón, tocó el timbre. Yo estaba arreglándome el nudo de la corbata cuando aquél se abrió y apareció la figura de una religiosa, que era en realidad la madre superiora, quien, con una leve sonrisa en sus labios y como si fuéramos antiguos conocidos nos invitó a pasar.

Una vez adentro, Palacios le retribuyó con amabilidad la grata bienvenida que nos había dispensado, mientras éramos conducidos a una sala destinada a la recepción de las visitas. La pieza no era de grandes dimensiones, y el ocasional visitante podía apreciar que sus añejas paredes de color verde claro mostraban algunas imágenes religiosas; al fondo y en el medio, como presidiendo la reunión, una pequeña mesa de madera sobre la cual lucía un crucifijo encuadrado por velas encendidas.

En esos momentos entraron otras monjas más jóvenes que se adelantaron para saludarnos. Al advertir la presencia de las recién llegadas, el dirigente socialista, visiblemente emocionado, se aproximó a una de ellas y besándola en la frente la atrajo hacia sí estrechándola en un fuerte y prolongado abrazo. Vi que los ojos de la monjita se empañaban de lágrimas y sus palabras se cortaban también por la emoción. La escena nos conmovió a todos profundamente y, por unos instantes, permanecimos en un respetuoso recogimiento. Soltándola suavemente y mirándola con indisimulada ternura, Palacios me indicó que me acercara, diciéndome: “Mira, te presento a esta sobrina mía, a la que en las pocas ocasiones en que vengo a Córdoba no dejo de visitar”. Y le entregó la caja de bombones. De baja estatura y algo delgada, su cara ligeramente pálida y bordeada por el hábito que le cubría todo el cuerpo, no dejaba de traslucir un estado de inmensa dicha por encontrarse junto a su tío ilustre, quien, una vez más, no la había olvidado.

Nos quedamos todavía un rato conversando amigablemente con las religiosas. Cuando llegó la hora de la partida, Palacios se despidió cordialmente de su sobrina y del resto de las monjitas, besándolas a todas paternalmente. La madre superiora nos condujo entonces hasta la vereda y luego de intercambiar afectuosos saludos, subimos al automóvil que nos estaba esperando.

El vehículo arrancó enseguida y a regular velocidad tomó una calle que nos conducía al centro de la ciudad. El distinguido político, que se acababa de acomodar en el asiento y con claras muestras de satisfacción en su rostro, inclinó imprevistamente su cabeza sobre mi hombro, susurrándome irónicamente al oído: “¿Te imaginás si me hubiera visto un cronista de “Los Principios” besando a un grupo de monjas?”, y agregó, “¡el lío que se me armaba!”. Y lanzó una estruendosa carcajada.

Con las últimas horas de la tarde arribamos al hotel y nos despedimos con un cordial abrazo, no sin antes agradecerme por haberlo acompañado durante la singular visita; al verlo alejarse, emprendí el regreso a mi hogar con la íntima convicción de que había vivido una experiencia irrepetible.

Durante los postreros años de su existencia, y cuando la enfermedad que lo llevaría finalmente a la tumba comenzaba a minar su organismo, Alfredo L. Palacios renuncia a sus haberes y dietas que percibía por distintos conceptos. Como otros grandes hombres de nuestra Patria, el querido hombre público argentino muere en austera pobreza el día 20 de abril de 1965.

Tal vez el magisterio moral que imprimió su vida pueda sintetizarse con las mismas y simples palabras que él dispusiera grabar en una placa de bronce, al egresar de la Facultad de Derecho a los 21 años de edad, y luego adherida en la puerta de su viejo estudio de la calle Bolívar 268: “Alfredo L. Palacios – Abogado – atiende gratis a los pobres”.

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