PARIS BRULE-T-IL ?
Singular y verídica historia de los hechos que salvaron a la capital de Francia de su total devastación durante la Segunda Guerra Mundial.
En los días finales de agosto de 1944 los franceses, y en especial los parisinos, venían soportando con admirable estoicismo 52 meses de ocupación nazi, con las penurias propias de un país apropiado por la brutalidad ordenada desde Berlín. Pero esos eran días en los que se respiraba la proximidad de la liberación, del fin del yugo alemán que no había podido vencer la resistencia de un pueblo que obstinadamente hizo de la libertad un culto (aunque, a su turno, no se privó de someter a pueblos africanos, surasiáticos y a una pequeña porción de suramericanos). Tanto los oprimidos parisinos como los oficiales germanos, bien sabían que el final de la guerra era cuestión de tiempo, pues ya nada podía evitar la caída del régimen que había sumido a Europa en el desastre más monumental de que se tenga historia. Desde el Este y el Oeste, los aliados cerraban el cerco que iba a terminar, inexorablemente, con la caída de Berlín.
Ese pensamiento dominaba al general alemán Dietrich von Choltitz, comandante de las fuerzas acantonadas en París, un prusiano de pura cepa que había dado probadas muestras de obediencia ciega a las órdenes de Adolf Hitler cuando se convirtió en el verdugo de Rotterdam (Holanda) en 1940 y de Sebastopol (Rusia) en 1942. El führer, pues, no tenía motivos para dudar de la fidelidad de su comandante y de su capacidad para defender París hasta el último hombre, aunque la ciudad no tuviera valor estratégico, aunque sí, enormemente simbólico. Lo que Hitler no podía prever en su afiebrada vocación bélica, era que Von Choltitz estaba seguro de la derrota final… y que se había enamorado de Paris.
En Londres, mientras tanto, los comandantes aliados discutían dos estrategias en el avance hacia París: la primera, rodear la ciudad y seguir hacia Alemania; la segunda, entrar en la capital. Entre los que abonaban esta opinión estaba el general francés Charles De Gaulle, exiliado en Londres, con una postura tan fuerte y empecinada que el primer ministro británico, Winston Churchill, llegó a decir de él que la cruz más pesada que había llevado en su vida “fue la cruz de Lorena”, en alusión a la condecoración francesa. Pero el plan de De Gaulle no era disparatado; por el contrario, intuía, con razón, que entre los combatientes de la Resistencia francesa había un núcleo comunista dispuesto a provocar un alzamiento interno y rebelarse contra el futuro gobierno una vez liberada la capital; de allí su apuro por entrar en Paris y encauzar la Resistencia en favor de los aliados.
En Julio, los acontecimientos se precipitaron. Convocado por Hitler, Von Choltitz abandonó su cómodo cuartel general en el hotel Meurice (un imponente palacio en la rue Rivoli frente a los Jardines de las Tullerías) y viajó a Prusia para encontrarse con su líder. Pero allí se topó con un lunático megalómano, de gruñidos que le prometió y cumplió, mandarle tropas de refuerzo y un escuadrón de demolición para volar los 45 puentes sobre el Sena y todos los monumentos históricos, incluyendo la Torre Eiffel, el Sagrado Corazón, Notre Dame, el Louvre, Los Inválidos, el Congreso de Diputados, la Opera y cientos de instalaciones industriales. Pasmado, Von Choltitz escuchó de Hitler una orden terminante: “Si los aliados entran en París, la ciudad debe ser arrasada”. Como es de suponer, la entrevista causó en Von Choltitz profunda impresión y lo hizo cavilar sobre la disparatada orden de Hitler, habida cuenta de la segura derrota alemana tras el exitoso desembarco aliado en Normandía y el imparable avance ruso que estaba a las puertas de Varsovia. A pesar de que el fin de la pesadilla hitleriana estaba cerca, de regreso en París el general alemán se debatía aún entre salvar una ciudad que admiraba o destruirla en cumplimiento de su juramento de fidelidad a la disciplina de la Wehmacht (Ejército de tierra alemán), y optó, en ese momento, por lo segundo: París sería destruida, no quedaría de ella piedra sobre piedra. Sin embargo, el 16 de agosto de ese 1944 se produjo un hecho que habría de cambiar el destino de París: una reunión entre Von Choltitz y el alcalde de la ciudad, Pierre Taittinger, quien ya tenía noticias de la terrible orden de Hitler. La breve conversación entre ambos en uno de los salones del piso superior del Meurice, con una imponente vista de la ciudad, fue transcripta textualmente por los historiadores Dominique Lapierre y Larry Collins en su libro ¿Arde Paris?
Taittinger (en tono persuasivo): General, a menudo los militares son muy dados a destruir, raras veces a preservar. Imagine usted que, como turista, tenga la oportunidad de volver a este balcón para contemplar una vez más estos monumentos dentro de unos años y pueda decir: “Un día pude destruir todo esto y lo preserve como un regalo para la humanidad”. Entonces, general, ¿no vale eso tanto como la gloria de un conquistador?
Von Choltitz (después de una larga pausa y en tono firme y suave): Es usted un buen abogado de Paris, señor Taittinger. Ha cumplido muy bien con su deber. Y de la misma forma, yo, como general alemán, debo cumplir el mío.
Que sin dudas una expresión de obediencia; aunque íntimamente Von Choltitz
estaba decidido a desobedecer a Hitler. El 19 de agosto París amaneció convulsionada. Cuando sus vecinos vieron cómo los soldados alemanes, a los que apodaban souris grises (ratones grises, por el color de sus uniformes) empezaban la retirada saqueando los tesoros de la ciudad, detonó el alzamiento popular convocado por la Resistencia, cuyo máximo líder, Jean Moulin, había sido ejecutado dos años antes por la Gestapo que comandaba Klaus Barbie (en la rue Rivoli, frente al Meurice, una placa recuerda al mártir de la rebeldía francesa). Los parisinos ganaron las calles desordenadamente lo que obligó a los aliados a apurar su entrada en la ciudad, cuyos históricos monumentos albergaban ya las cargas de demolición. Sólo faltaba la orden de Von Choltitz para que París volara en pedazos: pero esa orden nunca llegó. Las tropas alemanas, más preocupadas en rendirse o huir ofrecieron una débil resistencia a los efectivos comandados por el general francés Jacques Philippe Leclerc, a quien se le concedió el honor de entrar en la capital que el 25 de agosto de 1944 (recientemente se cumplieron 75 años) dejaba de ser una ciudad gris y triste y recuperaba su identidad.
Cuando Hitler se enteró de la entrada de los aliados en París y de la rendición de Von Choltitz y su tropa, estalló en un ataque de furia, tomó el teléfono y a los gritos le preguntó al general Alfred Jodi, su jefe de estado mayor: – ¿Se han cumplido mis órdenes? ¿Arde Paris? La respuesta fue un silencio de sepulcro.