LA TEORÍA DEL GRAN IMPACTO

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Dos descendientes de asturianos, Luis Álvarez (fallecido en 1987) y su hijo Walter, junto a otros científicos, probaron que hace 65 millones de años un enorme cuerpo celeste chocó contra la Tierra y produjo un cataclismo inconmensurable que extinguió a la mayoría de los seres vivos del planeta.

 

Hace 65 millones de años, la Tierra se estremeció de manera atroz; su órbita y su eje de rotación, se supone, se modificaron ligeramente, el cielo se oscureció por completo, los mares crecieron desmesuradamente, los terremotos en cadena y el fuego lo cubrieron todo y se extinguió la mayoría de los seres vivos, entre ellos los dinosaurios. La catástrofe y el caos fueron totales. De la magnitud de aquel apocalipsis quedaron rastros, huellas indelebles que permitieron elaborar, con el correr de los siglos, una teoría de aquel fantástico como alucinante suceso de magnitud sideral.

¿Qué había sucedido? ¿Qué fuerzas extrañas -internas o externas- cambiaron tan abruptamente y para siempre la faz de la Tierra? Los interrogantes quedaron guardados en la memoria del planeta. Pasaron las eras geológicas y las coordenadas arbitrarias establecidas por el hombre para marcas los ciclos de existencia de la humanidad hasta que, por fin, cuando asomó el libre pensamiento, comenzaron a alumbrarse algunas hipótesis tibias, casi heréticas, que necesitaron de otros tantos siglos para ser aceptadas por la comunidad científica.

Galileo Galilei demostró (aunque después abjuró para evitar la hoguera) que la Tierra no era estática; mucho después, Isaac Newton probó que la Tierra era capaz de atraer otros cuerpos. Más tarde, el hallazgo de restos fosilizados durante miles de años de seres vivos que se extinguieron para siempre junto a la combinación de las teorías de Galileo y de Newton abrieron un nuevo espacio de discusión a partir de una hipótesis: en la Tierra se produjo, alguna vez, en el remotísimo comienzo de los tiempos, un gran impacto celeste que cambió todo lo conocido.

 

Precursores asturianos

Los españoles tienen fama de tozudos y, en ese campo, dicen que los asturianos llevan la delantera. Pues bien, fue un norteamericano, descendiente de asturianos, Luis Álvarez, fallecido en 1987 y premio Nobel de Física en 1968, quien comenzó, con el entusiasmo de las mejores causas el estudio sistemático de este supuesto fenómeno. Luis Álvarez, nacido en San Francisco (California), fue un hombre de laboratorio, estudioso e investigador de la física nuclear en la Universidad de Berkeley. En 1940, en plena Segunda Guerra Mundial, desarrolló sistemas de radar y en 1943 participó del proyecto Manhattan junto a Robert Oppenheimer que dio a luz la primera bomba atómica. Por si todo esto fuera poco, Luis Álvarez integró la tripulación del B-29 “Enola Gay” que arrojó la bomba en Hiroshima.

El hijo de Luis Álvarez, Walter, nacido en 1940, siguió los pasos de su padre. Se graduó en Geología en la Universidad de Princeton y hasta hace poco tiempo enseñaba en Berkeley. Padre e hijo siguieron trabajando en la teoría del gran impacto: Luis en el laboratorio y Walter en tareas de campo. Para ambos, el impacto de un gran meteorito había provocado la catástrofe prehistórica. Pero, ¿dónde se había producido? Esa era la incógnita.

La línea de arcilla

Walter investigó en Tunjuska, Siberia, el choque del meteorito de 30 metros de diámetro que cayó en 1908, y dedujo que, si aquel fenómeno extraterrestre provocó en la región un daño de gran magnitud, otro impacto superior, pero muy superior, tendría que haber producido aquel desastre colosal cuyo origen y ubicación su padre y él buscaban afanosamente.

En 1975, trabajando en Gubbio, Italia, en la búsqueda de fósiles del período terciario, descubrió que entre la capa superior del terciario y la inferior del cretácico, repleta de fósiles, había una línea de arcilla muy delgada, de no más de dos centímetros de espesor, con abundancia de un metal escasísimo en la Tierra: iridio, un residuo estelar que sólo llega a nuestro planeta en forma de polvillo desprendido de los pequeños meteoritos que se desintegran al entrar en contacto con la atmósfera terrestre.

Así pues, Walter Álvarez tenía en sus manos el “eslabón perdido”, pero hacía falta medirlo. Allí entró en escena otro científico, el italiano Frank Asaro, reconocido físico nuclear. Asaro, con un extraño aparato que le demandó un año construir, midió el iridio a través de los rayos gamma y previo paso de la arcilla por un reactor nuclear. Su conclusión, apoyada por los Álvarez fue contundente: un meteorito descomunal cayó a la Tierra y bañó de iridio su superficie. El choque sucedió en un instante, por eso la capa de arcilla tan delgada y las consecuencias tan catastróficas. A partir de esta conclusión se pudo hacer un cálculo aproximado: la energía liberada por el acontecimiento estelar era equivalente a ¡50 millones de bombas atómicas como la arrojada en Hiroshima!

Pero, ¿dónde?

La ciencia, en su camino hacia el descubrimiento tuvo siempre dos aliadas: la curiosidad y la casualidad. A veces interactúan, pero otras lo hacen en solitario. En el caso de la investigación de los Álvarez, Asaro y la bióloga Hellen Mitchell, quien se había sumado al proyecto, casualidad y curiosidad vinieron de la mano. Los hechos sucedieron así: en 1991, un ingeniero de la empresa Pemex (Petróleos Mexicanos) exploraba en la península de Yucatán una fosa submarina cuya profundidad le llamó poderosamente la atención. Publicada la noticia, Walter Álvarez no dudó: viajó al lugar y detectó un cráter de proporciones gigantescas, de más de 180 kilómetros de diámetro. Las posteriores y más rigurosas investigaciones, las mediciones más prolijas y la recuperación de elementos fósiles probaron que, sin lugar a dudas, allí, en Yucatán, había caído un meteorito de por lo menos 14 kilómetros de diámetro (recuérdese que el de Siberia apenas media 30 metros) que había hundido buena parte del continente centroamericano y quizá creado el archipiélago de las Antillas. (Si el lector observa al mapa de México, notará, hacia el este, el amplio arco del Golfo de México, lugar donde se estima cayó el meteorito gigante que prácticamente le “rebanó” territorio al país azteca).

De este modo, la teoría del impacto estelar de los Álvarez, Asaro y Mitchell quedaba absolutamente probada. Como es lógico suponer, la comunidad científica mundial recibió estas noticias con cierto escepticismo que se fue disipando, al punto que hoy nadie la discute.

Interrogantes

Un cataclismo de tal magnitud, ¿puede suceder nuevamente? La lógica indica que sí, pero quedémonos tranquilos: podría acontecer en un millón de años. A partir de la hipótesis del gran impacto surge otra pregunta: ¿la vida en la Tierra, tal como se la conoció en los muy remotos tiempos, puede haber tenido origen extraterrestre? No hay una respuesta a este interrogante, porque el origen de la vida, hace casi cuatro mil millones de años, es todavía una gran incógnita para la comunidad científica. Puede que los primeros aminoácidos sintetizaran domésticamente a partir de la presencia de elementos en la atmósfera terrestre; pero también cabe la posibilidad de que cayeran del espacio.

Mientras que una cuestión tan insondable, metafísica y religiosa siga en discusión, uno de los dogmas que los geólogos veneran -la explicación gradualista- y los naturalistas darwinianos reverencian -la selección de las especies-, tiene ahora una contrapartida científicamente probada: el gran impacto ocurrió.

Emiliano Nicola

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Emiliano Luis NICOLA. Nacido el 10 de abril de 1937. Ejerció como periodista deportivo en los diarios Córdoba y Los Principios, en las radios LV2 y LV3 y en Canal 12 donde también fue co-conductor del programa Teledinamica. A partir de 1978 se incorporó a la Redacción de La Voz del Interior desempeñándose como Redactor, luego Prosecretario, Secretario de Redacción y Prosecretario General de la Redacción hasta su jubilación en 2002.
En 2003 funda y dirige la revista mensual Nosotros de la que se retira en 2012.