En el diario andar a menudo tropiezo con personas que por su atuendo, modo de expresión, pensamientos, inclinación constante al discurso y debate de ideas o despreocupación total por los bienes materiales, constituyen verdaderos personajes; generalmente inofensivos, cuya actitud no va más allá de una tendencia a una irrefrenable verborragia. Son tipos que me caen bien, me agradan, especialmente porque son cristalinos y capaces de sostener una discusión interminable alrededor de un café. Son amistosos y amables; son, en definitiva, bohemios; una caracterización lejana a la descalificación, pues se trata de un rasgo personalísimo que respeto; porque la bohemia es, nada más y nada menos, un estilo de vida elegido libremente; un estado natural que no reconoce edades; una construcción del pensamiento contrapuesto a la burguesía apegada a la materialidad. Para una minoritaria corriente de opinión, la bohemia no es bien vista; pero para la gran mayoría es absolutamente válida a pesar de algunos encasillamientos en perimidos estereotipos. Quienes la defienden como una forma estructural y humana recuerdan, con razón, que notables artistas, en las más variadas disciplinas, vivieron, en algún momento de su existencia, una alegre y despreocupada bohemia.
Historia mínima
El término “bohemia” apareció por primera vez en el siglo XIX en los escritos del romántico Henri Murger, Scènes de la vie de Bohème (“Escenas de la vida de Bohemia”), referencia explícita a la región de Bohemia en la actual República Checa (ex Bohemia y Moravia cuando existía Checoslovaquia tras la absurda repartija de tierras después de la Primera Guerra Mundial). Murger publicó sus notas por capítulos en el periódico parisino El Corsario entre 1845 y 1849 y en ellos aludía a la vida de los gitanos, protagonistas de una diáspora que llevó su particular modo de vida a buena parte de Europa occidental. Cuando aquellas crónicas de Murger parecían condenadas al olvido, las rescató Giacomo Puccini –bohemio de la cabeza a los pies- para componer su ópera La Bohème, estrenada con escaso éxito en Milán en 1896 con la dirección orquestal de Arturo Toscanini. Puccini había introducido en la obra sus propias vivencias durante los años de estudiante en Milán, donde compartió habitación con Pietro Mascagni. La frialdad con que los italianos recibieron La Bohème, no desalentó a Puccini, quien decidió montar la obra en París, donde el éxito fue inmediato y rotundo. Es que, como afirmó Murger, la bohemia “no es posible sino en París”.
La suma de literatura y música le dieron a la bohemia un formidable empujón, al punto de producirse un fuerte contraste entre la vida de los gitanos, nómades por naturaleza, con la escala de valores de la sociedad sedentaria y burguesa de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Y no fueron pocos los intelectuales de la época que hicieron una mixtura de ambos estilos vivenciales; muchos abandonaron voluntariamente la seguridad y comodidad de familias acomodadas; y otros, quizá los más, encontraron la posibilidad de desarrollo personal en un marco sociocultural diferente.
Este pacífico movimiento de la intelectualidad sacó carta de ciudadanía, tuvo nombre propio ─bohemia─ y París fue su lugar de residencia con buhardillas pobladas de individuos alejados de las convenciones sociales que en los cafés fuera de moda encontraron el refugio ideal para sus interminables tertulias prolongadas despreocupadamente hasta bien entrada la madrugada. No fue extraño, entonces, que este particular estilo de vida se extendiera, a comienzos del siglo XIX al resto de Europa, inclusive más allá de los Urales. Como no podía ser de otra manera, esta conducta tuvo fuerte presencia en las artes. Por ejemplo, fue tema de varias óperas del siglo XIX, entre ellas Louise de Gustave Charpentier; Carmen de Georges Bizet, y la ya mencionada de Puccini (La Bohème), punto de partida de ese mundo intimista que constituye la bohemia. Abundaron los literatos y periodistas abonados a la bohemia; y en materia pictórica vale la referencia al gran Toulouse Lautrec y a Modigliani, considerado “el arquetipo del artista bohemio”.
Merece un párrafo la trama argumental de la explosiva obra de Puccini que recrea, con imaginación, los lugares parisinos donde transcurren los cuatro actos de la ópera y la estrecha relación entre tres amigos -bohemios, obviamente-: Rodolfo, Marcello y Schaunard, quienes, acosados por deudas, viven obligadas peripecias. Una joven modista, Mimí, es amante de Rodolfo; y Musetta es amante de Marcello (algunos de estos nombres van a inspirar, años más tarde, la letra de un tango argentino). La ópera rescata lugares parisinos que aún existen, como la Place Denfert- Rochereau –modificada, por cierto-, y la fachada del Hotel Momus, convertido hoy en petit hotel, en el número 17 de la Rue des Pretes Saint Germain L’Auxerrois, una callecita de apenas 70 metros de largo donde, casi escondida, está la iglesia del mismo nombre, probablemente la más antigua de París. Para tener una idea siquiera aproximada de dónde y cómo vivían los bohemios en aquellos siglos pasados, es suficiente recorrer el Barrio Latino y la Place de Tertre, en Montmartre, donde despreocupados pintores y retratistas ven pasar la vida con una despreocupación envidiable.
Contagio rioplatense
El Río de la Plata no estuvo ajeno a este pacífico movimiento. Con la oleada inmigratoria decimonónica llegaron a Buenos Aires muchos extranjeros, particularmente españoles e italianos, con inspiraciones artísticas y que, apremiados por las circunstancias, no les quedó otro camino que una obligada bohemia con cierta influencia anarquista. La Boca, San Telmo y Palermo Viejo, principalmente, fueron los barrios que concentraron ese aluvión cuya intelectualidad mayor ─muchos de buena posición económica─, se adueñó del Tortoni. Sobrevivieron el mestizaje con las costumbres autóctonas y la expansión de la bohemia a las grandes urbes del interior, donde todavía quedan algunas señales del estilo de esa vida que se refugió en conventillos, pensiones de mala muerte y cafetines. De aquellos años y de los que vinieron después, dejaron su huella escritores como Evaristo Carriego, Manuel Gálvez, Miguel Cané y Horacio Quiroga, algunos de posición acomodada pero de indudable pensamiento bohemio. El gran Quinquela, voluntariamente exiliado en La Boca, pintó el barrio como ninguno, mientras los letristas tangueros ─bohemios por antonomasia─ retrataron en sus versos el sentimiento de la época.
José González Castillo, por ejemplo, en 1924 tomó personajes de las óperas La Bohème y Manón Lescaut y del poema Mimi Pinsón de Alfred de Musset, para la letra del tango Griseta (una modesta costurera) cuando dice: Mezcla rara de Musetta y de Mimí/ con caricias de Rodolfo y de Schaunard/ alentaba una ilusión/ soñaba con Des Grieux,/ quería ser Manon…
Por su parte, Roberto Firpo pone música a los versos de Juan Andrés Caruso en Alma de bohemio: Peregrino y soñador./ Mi pobre alma de bohemio, /quiere acariciar/ y como una flor, perfumar… Pero es en Anclado en París donde Carlos Gardel tipifica la ligazón entre el porteñismo, la bohemia y la Ciudad Luz, cuando, al inmortalizar en 1931 los versos de Enrique Cadícamo a los que les puso música Guillermo Barbieri, evoca a Buenos Aires desde un fobourg sentimental: Tirao por la vida de errante bohemio/ estoy, Buenos Aires, anclado en París…
Fácilmente se puede advertir que en todos estos versos hay una clara reminiscencia a la bohemia parisina y dan la pauta del consumo literario de aquellos años que, contemporáneamente, Charles Aznavour alumbra con la más perfecta escena del intimismo bohemio mediante una canción mundialmente famosa de título sin rebuscamiento: La bohemia. Allí describe el ímpetu juvenil y desenfrenado: Bohemia de París alegre, loca y gris,/ de un tiempo ya pasado./ En donde en un desván,/ con traje de can-can./ Posabas para mí y yo con devoción/ pintaba con pasión tu cuerpo fatigado,/ hasta el amanecer, a veces sin comer,/ y siempre sin dormir… Y en el final de los versos retrata la angustia por la desaparición de un tiempo preñado de felicidad: Hoy regresé a París/ crucé su niebla gris/ y lo encontré cambiado…
Reflexión final
Inmersos en el vértigo de la vida moderna, con su carga de estrés y preocupaciones, cabe preguntarnos si no sería saludable, cada tanto, una pequeña dosis de bohemia para aliviar la pesada mochila que nos toca llevar. Sin llegar a extremos, bien podríamos bajar un cambio y aplicar la filosofía del slow life de Carl Honoré y tener una vida más sosegada. No es difícil, porque, en el fondo, todos tenemos algo de bohemios.
Abril de 2018.
Publicado en Hojas de Cultura. 2020. Compilación de una Experiencia. Capítulo II. Hojas de Historia. Editorial Brujas. Córdoba. Argentina.