Costó mucho organizar nuestro país dentro de la forma republicana de gobierno, basada en la división de poderes que se controlan y limitan entre sí, a la vez que excluye la autocracia personalista. A la época en que nos dimos una Constitución perdurable estaba fresco el régimen del predominio de caudillos por zonas o regiones, con facultades que excedían lo razonable y necesario para el orden y el progreso de los pueblos, por lo cual no fue fácil establecer un sistema institucional de avanzada, que suplantara aquella modalidad política, derivada a su vez del estilo monárquico español imperante en el virreinato rioplatense. Juristas y líderes sociales de alcurnia democrática bregaron desde entonces por mantener la evolución argentina dentro del marco constitucional y del ideario libertario de sus inspiradores. No obstante, la simiente autoritaria nunca dejó de mostrar brotes que denotan su existencia y vitalidad, genética que no está
solo en las figuras que acceden a los puestos de poder, sino que parece asimilada en el seno de la comunidad como algo natural, pese a la gravedad de su vigencia y a los alcances del perjuicio político y social que produce. No solamente surgen y reaparecen indefinidamente líderes que se vanaglorian de sí mismos, sino que en simultáneo brotan obsecuentes que los veneran. Los que someten y los genuflexos que resignan dignidad a cambio de eventuales gestos dadivosos de aquellos.
Pues bien, en nuestra historia hemos tenido retratos de gobernantes y sus familiares en templos, manuales escolares, recintos oficiales; sus nombres en calles, plazas y hasta en la denominación de provincias. Y en la actualidad vemos los vergonzantes cuadros en despachos y oficinas públicas: imagen presidencial tras el sillón de gobernadores, los de estos como fondo del asiento de intendentes, etcétera. No son aberraciones exclusivas de los argentinos, ya que estamos acostumbrados a verlas en países de todo nivel, bananeros y del llamado primer mundo.
Otra manifestación frecuente de este vicio es la identificación con nombre y apellido de los funcionarios, al publicitar sus gestiones u obras, como cuando se difunde un acto de gobierno con el agregado “gestión de Fulano de Tal”. Constituye malversación de caudales públicos en promoción de la persona de que se trate, y consecuentemente abuso de autoridad, y pone en evidencia a un ególatra ventajero, no confiable para la ciudadanía que lo llevó al cargo, y en especial sin la modestia propia de los hombres de bien.
Finalmente, la mala costumbre bajo comentario aparece en todas las placas de inauguración de obras públicas, que por ser tales las hizo posible y pagó la comunidad, no la pretensa eficacia política del gobernante que intervino en cumplimiento de su función, lo cual no da derecho al bronce ni a la eterna gratitud a una persona o tendencia política. Un gran ejemplo para todas las democracias del mundo dio Luis Guillermo Solís, al asumir en mayo de 2014 la presidencia de Costa Rica, al dictar de inmediato un decreto prohibitivo de la inclusión de su nombre en placas y lugares de obras públicas, inauguraciones de puentes, carreteras y edificios; además del culto y uso propagandístico de la imagen presidencial y/o de otros altos funcionarios en la obra pública. Para más claridad, estableció que se eliminará la identificación de esos trabajos como obras de su gobierno; sólo se podría consignar el año de realización, no el gobierno que participara. Y lo mejor: “queda prohibido el uso de la figura del presidente de la República en fotografías o en cualquier otro tipo de propaganda política, en publicidad oficial, en embajadas y oficinas públicas”. Añadió, por si acaso, que “la efigie del presidente no será motivo de culto a partir de ahora”, y “tampoco de la primera dama ni de ninguna figura del gobierno”.
Política de ética, ética en la política. Muy lejanas de la moral de nuestros “democráticos” dirigentes. Así nos va.
Publicado en la revista nº 15 – Editorial Brujas. Córdoba. Argentina.