Es indudable que la puesta en evidencia ante la sociedad argentina, de las vergonzosas características y la inaceptable dimensión de la corrupción con la que hemos convivido durante todo el período del anterior gobierno, ha conmovido profundamente a la mayoría de los argentinos y ha despertado en la conciencia moral de esas mayorías honda indignación. No es que la conducta descarada de los más altos funcionarios, en la práctica de burdos modos de la corrupción, hubieran pasado totalmente inadvertidos, al amparo de la más absoluta impunidad. Gran parte de la sociedad conocía o sospechaba la existencia del alegre festival de la coima. Pero la difusión de imágenes incontrovertibles como el conteo de millones de dólares en “la rosadita”, los bolsos de López “saltando” las tapias de un convento, cajas de seguridad repletas de dólares de inexplicable origen incógnito, no solo borraron toda posibilidad de duda, sino que además demostraron con toda claridad la magnitud del latrocinio.
Esas imágenes hicieron palpable la evidencia en tal grado, que hasta obligaron a varios funcionarios judiciales “tortugas”, cómplices del encubrimiento con fines de impunidad, a poner en movimiento investigaciones que por años se les habían “extraviado” en recónditos cajones de sus despachos.
A esta altura de los acontecimientos, con la acumulación de pruebas en las numerosas causas que afectan desde la expresidente hasta altos funcionarios, testaferros, miembros del entorno familiar o amistoso, empresarios truchos, sociedades truchas, etc., y con la inapelable veracidad de las imágenes que todos hemos podido verificar, es imposible pretender ignorar lo ocurrido, menos aun aceptar ninguna de las “explicaciones” del relato, ni las argumentaciones de los justificadores, ni las descalificaciones de quienes pretenden desmentir la certidumbre de la realidad. Es tan explícita esta realidad, que resulta ridículo dudar de ella.
Sin embargo, como una muestra de nuestra decadencia cívica, como una prueba de cómo la convivencia por largos años con la inmoralidad, con la aceptación de que la función pública es un medio para servirse de lo público en beneficio personal, ha carcomido la conciencia moral de vastos sectores de la ciudadanía, nos encontramos con la increíble presencia de una importante porción de ciudadanos que consideran con toda naturalidad que los protagonistas de la más perversa depravación de nuestra historia, pueden ser aceptados como aspirantes a cargos electivos, con absoluto derecho a la participación activa en las contiendas cívicas. No nos referimos con lo expresado a ningún tipo de proscripción exclusivamente política, que sería inaceptable, ni a las sanciones que pudieran sobrevenir como consecuencia de procesos judiciales, lo cual significaría simplemente cumplir con la ley. Nos referimos a la falta de sanción moral por parte de la ciudadanía. No a la prohibición que pudiera corresponder como sanción a los delitos de corrupción, sino a la aberración que significa la existencia, en una proporción demasiado considerable, de ciudadanos dispuestos a volver a elegir a la misma pandilla de facinerosos que pudrieron el quehacer político e hicieron de la corrupción su modo habitual de enriquecimiento.
No nos asombra la actitud de quienes integraron las bandas de saqueadores del Estado que fueron los principales beneficiarios de las asociaciones ilícitas, de los negociados, del cohecho, y que tratan de negar, de tapar su conducta delictiva y que en los últimos tiempos hasta están llevando a cabo actos desestabilizadores porque saben que está en juego su impunidad y con ella hasta su libertad. Lo que asombra y duele, es la posición del ciudadano común que aun habiendo sido parte de los dañados por la corrupción, pareciera que no se siente afectado por ella y exime a sus protagonistas del castigo moral que merecen, aceptando en el fondo de su conciencia la posibilidad de que vuelvan a postularse para los mismos cargos que denigraron con su proceder.
No deja de ser motivo de vergüenza colectiva una actitud como la que comentamos, porque ella afecta al concepto que puede merecer la sociedad argentina en general, al menos en una importante proporción, en cuanto a su madurez política y social y a su cultura cívica, y demuestra cuánto nos hemos acostumbrado a considerar la política como una actividad ajena a la moral, al margen de la solidaridad, solo válida para el beneficio personal Así lo demuestran estadísticas desinteresadas que registran inexplicables porcentajes de ciudadanos dispuestos a reiterar el error, como si nada hubiera sucedido en nuestra historia. ¿Cuántos años necesitaremos para superar tal carencia de civismo que nos desmerece profundamente?
Abril de 2016.
Publicado en Hojas de Cultura. 2020. Compilación de una Experiencia. Capítulo I. Reflexión Política. Editorial Brujas. Córdoba. Argentina.