En su libro “Elogio de la lentitud”, Carl Honoré desafía el culto de la velocidad, de la inmediatez, y propicia el movimiento slow, que gana adeptos en todo el mundo.
“Sea rápido cuando tiene sentido ser rápido y sea lento cuando se requiere lentitud. Busque vivir en lo que los músicos llaman tempo giusto: la velocidad adecuada”. Este pensamiento, está inserto en el último libro de Carl Honoré, nacido en 1967 en Edimburgo (Escocia) y residente durante muchos años en Edmonton (Canadá) donde obtuvo la ciudadanía canadiense. De profesión periodista (ejerció algún tiempo en Buenos Aires) y devenido escritor, produjo una obra atrevida, rupturista, casi desprejuiciada, cuyos ejemplares fueron traducidos a varios idiomas y vendidos como pan caliente en todo el mundo. En síntesis, un éxito editorial sin precedentes que, modestamente, me permito recomendar su lectura. Su título: Elogio de la lentitud. Un movimiento mundial desafía el culto a la velocidad.
El trabajo de Honoré fue considerado como “la primera mirada de gran alcance sobre una nueva filosofía de vivir, el concept slow life -así la define el autor-, algo semejante a la teoría de una vida sosegada y pausada”; (especial para estos días de verano y vacaciones) “que defiende la vida en lentitud, como una forma positiva de combatir el estrés, enfermedad de estos tiempos modernos, diseminada por un afán competitivo y de producción sin límites”.
Han pasado algunos años y aquel ensayo de Honoré continúa tan vigente como siempre, con buen suceso de ventas (fue traducido a 28 idiomas y solamente en Argentina se vendieron más de 40 mil ejemplares), lo que indica la adhesión a esta tendencia a vivir con otra filosofía que permite apreciar las pequeñas grandes delicias que ofrece la efímera existencia humana, adoptando una actitud más contemplativa, sin caer en el desgano o la molicie, tanto o más perjudiciales que el afán de acumular bienes y dinero a costa de la salud, la familia o los amigos. Es como si muchos hubieran entendido que hacer un paréntesis o “bajar un cambio” es muy beneficioso. En síntesis, intentar la búsqueda del justo equilibrio.
Puede considerarse, entonces, que ha nacido el movimiento slow (lento), contracara del fast (rápido), algo así como vivir a las corridas, a las apuradas y a los manotazos. El slow, por el contrario, propugna darle su debido lugar, atención y tiempo al trabajo, a la vida familiar, al contacto humano, a las comidas, a las tertulias amigables, al esparcimiento y a los ratos de ocio, de contemplación, sin perder de vista las obligaciones cotidianas y el natural deseo de ascender en la escala social. Como decía aquel general que tres veces ocupó la presidencia de este bendito país, “todo a su tiempo y armoniosamente”.
Lo realmente difícil es adecuar los principios aconsejados por Honoré a las exigencias de los tiempos actuales que empujan, imperativamente, a la adquisición de conocimientos y a una desmedida e irracional acumulación de riquezas. Ello implica dedicar cada vez más horas y energía al logro de ese objetivo, perdiendo de vista algunos valores cotidianos irrecuperables.
Para Honoré, la cultura fast puede llevar a una exigencia desmedida que se insinúa en los primeros años de vida, cuando el niño, además de sus obligaciones escolares, debe anexar nociones de idiomas, informática, música y una práctica deportiva intensa, amén de otros etcéteras que implican obligaciones superiores a los límites de su edad. Nada de esto estaría mal, en tanto y en cuanto se administre con prudencia.
Como no podía ser de otra manera, Honoré defiende premisas básicas de la obra que alumbró y, de paso en Buenos Aires donde vivió tres años en la década de los ’90, confesó en una entrevista que el oficio de periodista lo había colocado al borde del estrés, aunque desligó a su oficio de la culpabilidad de ser “un correcaminos”. Reconoció, eso sí, que el tratamiento diario de las noticias no le permitía profundizar en algunos temas. Fue entonces cuando decidió hacer una pausa en el trajín cotidiano y subir al trampolín “hacia la categoría de escritor”. Aceptó que la velocidad con la que había convivido “era un mecanismo para negar las cosas más profundas de la vida” que no le permitía ver los problemas en su profundidad, negarlos, y, en consecuencia, empeorarlos.
Honoré no se adjudica la paternidad del slow life y reconoce que fue el italiano Carlo Petrini quien en 1989 fundó la corriente slow food (comer lento) que se expandió al mundo anglosajón bajo un concepto básico: “mejor calidad que cantidad”. Allí ganó adeptos, al punto que hoy existen la “moda slow”, la “arquitectura slow”, el “marketing slow”, y hasta el “sexo slow”.
Para Honoré, capaz de hacer un paréntesis y pensar, la cultura slow debe romper el tabú que pesa sobre la lentitud y comprender los beneficios de una vida más pausada, más en ritmo de vals que de hip hop, porque desacelerar implica la satisfacción de contemplar la belleza que nos rodea y somos incapaces de ver si nuestro paso es veloz. Ahora bien: aceptamos que una persona puede modificar su temperamento y tomar conciencia de los beneficios de apegarse a un estilo de vida más lento; pero ¿puede ello producirse colectivamente? ¿Existe acaso un mecanismo que opere, desde lo individual, un contagio hacia lo colectivo? Para Honoré es cuestión de voluntad y de tiempo y tal parece que su filosofía se ha extendido en Europa como una mancha gratificante. Al respecto, vale citar una nota aparecida en el semanario británico Business Week donde consigna que los operarios franceses que trabajan menos de 35 horas semanales son más productivos que sus colegas británicos y norteamericanos; y los alemanes, que en muchas empresas ya implementaron la semana de 29 horas de trabajo, aumentaron su producción en un 20%. La mencionada publicación abunda en otros detalles: afirma que alumbró la slow attitude (algo así como el apego a la lentitud) y da por sentado el nacimiento de la slow Europe (Europa lenta o sosegada) como una tendencia que no reconoce fronteras y no dará marcha atrás.
Como ejemplo de que es posible saltar de los individual a lo colectivo, el semanario británico refiere el caso de la automotriz sueca Volvo que, además de fabricar sus reconocidos y confortables automóviles, produce los motores propulsores para los cohetes espaciales de la Nasa. En Volvo, informa, se toman por lo menos dos años para el desarrollo de cualquier proyecto, aunque la idea sea brillante y simple. Es una regla que va a contrapelo de la consigna norteamericana ¡Do it now! (¡Hágalo ya!) y que, a juzgar por los resultados, le ha dado óptimos dividendos. ¿Cuál es el secreto?: crear un ambiente de trabajo más amigable, placentero y productivo, sin vicios coercitivos, donde la persona pueda realizar con placer lo que mejor sabe hacer.
Un recuerdo como conclusión
Dicen, con razón, que la vida ofrece instantes únicos que, por apuro, no sabemos aprovechar. Comparto con el lector una lección que viene a mi memoria de cinéfilo impenitente: en el delicado filme “Perfume de mujer” (versión norteamericana) el protagonista (Al Pacino), ciego pero de muy buen pasar, invita a bailar a una muchacha y ella responde: “No puedo, mi novio va a llegar en pocos minutos”, a lo que Pacino replica: “Pero es que en un momento se vive una vida”. Y bailan el tango “Por una cabeza”, en una escena de apenas dos minutos, quizá la mejor de la película.
