Nace el niño que cambió al mundo
Estamos en diciembre, un mes señalado muy particularmente como marcador del final de un año y comienzo de otro con su carga de esperanzas; mes de celebraciones familiares y en el que debemos recordar, cristianamente, el nacimiento del Niño que, convertido en hombre y con su prédica, fue capaz de cambiar la visión de la humanidad. Pensemos en ello.
Repasemos entonces, a grandes trazos, el relato bíblico que ejerció desde siempre particular atracción, no sólo por ser el libro máximo de la cristiandad, sino también por constituir una fuente valiosísima para reconstruir la historia de los pueblos que desde tiempos remotos poblaron la Mesopotamia asiática y fueron precursores, en buena medida, de la civilización occidental. En el último siglo, estudiosos de la Biblia, historiadores, geógrafos, arqueólogos y antropólogos coincidieron, a pesar de profesar en ocasiones diferentes credos, en la necesidad de coordinar sus investigaciones y análisis que los aproximaran a una hipótesis común, teniendo en cuenta el relato sagrado y los descubrimientos más recientes apoyados por una formidable tecnología.
Sin entrar en colisiones estériles y aprovechando el aporte de la moderna cartografía satelital, la animación de imágenes computarizadas y el análisis de los objetos hallados a través de muy modernos métodos de investigación, los expertos llegaron a conclusiones asombrosas, capaces de hacernos sentir, como un desfile de la historia, la vitalidad y la fuerza de una época incomparable: la del nacimientos de una civilización en la antigua Mesopotamia, civilización compuesta de tribus luego convertidos en pueblos que transitaron hostiles desiertos para terminar asentándose en Palestina, en la costa del Mediterráneo oriental, donde nació un niño en un humilde pesebre. Aquella criatura estuvo destinada a propagar un mensaje absolutamente revolucionario para su tiempo; mensaje que hoy constituye el andamiaje jurídico, religioso, moral y ético en cuyo marco se desarrolló buena parte de la humanidad.
Sin la pretensión del debate y menos aún de la polémica, puede afirmarse hoy que el relato del Antiguo Testamento tiene su anclaje en hechos ciertos confirmados por la historia. Así, nombres de aquellos pueblos-tribu luego convertidos en ciudades, regiones, acontecimientos y personajes contenidos en el texto bíblico, se explican a través de los estudios o hipótesis que nos trasladan a un mundo real en el comienzo del tiempo, dentro de un complejo mosaico de etnias y religiones.
Es necesario un ejercicio de imaginación para situarnos en un periodo muy remoto para encontrar coincidencias entre la Biblia y la aproximación histórica. Siguiendo esa línea de pensamiento, hoy se da por sentado que el Edén de Adán y Eva estuvo situado en las proximidades de la desembocadura de los ríos Tigris y Éufrates (Irak); que el diluvio universal pudo ser una inusitada crecida de ambos ríos que llegó a cubrir las laderas del monte Ararat donde se depositó una barca con Noé, su familia y unos pocos animales domésticos (nada que ver con un arca y parejas de animales de variadas especies); que Canaán (hijo de Cam, sobrino de Sem y Jafet y nieto de Noé) dio su nombre, primero, a las llanuras marítimas de Palestina y luego a todas las tierras situadas al oeste del río Jordán; que el pueblo habiru (hoy hebreo), antepasado de Abraham, pobló por generaciones la Mesopotamia y tuvo su asiento en Ur; que la tribu de Abraham y la de su sobrino Lot, acuciadas por la sequía tuvieron que abandonar Canaán, y, como muchos otros nómades de la época, buscar refugio en las caudalosas aguas del Nilo atravesando una meseta que más tarde se conocería como Judea. Y, en fin, que en ese derrotero pasaron por Yebus, un modesto caserío que creció en importancia y hoy se llama Jerusalén.
Aquellos eran tiempos sin leyes y tribus muchas veces enemigas y enfrentadas a puro garrote, lanza y piedras; eran guerras tribales y primitivas en las que los perdedores pasaban a ser esclavos de los ganadores. Por eso no es extraña la historia de José (hijo de Jacob y Raquel) vendido como esclavo a los egipcios. O la de Moisés, nacido en cautiverio en Egipto, pero con la buena suerte de ser adoptado por la hija del faraón Ramsés II. Moisés vivió en la corte del faraón de un portentoso imperio y a pesar de su buena fortuna se mantuvo fiel al pueblo hebreo del que se convirtió en un formidable caudillo. Fue Moisés quien, espantado por los rigores que los egipcios imponían a los esclavos hebreos durante la construcción de los fuertes de Pitom y Rameses, decidió la huida de su pueblo (Éxodo, 1.300 aC) a las tierras de Judea a través de un tortuoso itinerario por la península del Sinaí, porque una ruta directa, bordeando la costa mediterránea lo llevaba derecho a las guardias fronterizas egipcias que dominaban el litoral marítimo.
Volvamos al ejercicio de imaginación: entre los hechos relatados precedentemente y el nacimiento de Jesús han pasado 1.300 años, ¡nada menos que 13 siglos! en el ir y venir constante de los pueblos. Para entonces, las tribus nómades se habían convertido en pastoriles, muchas de ellas vivían en paz, de manera simple, cultivando pequeñas parcelas y cuidando un escaso ganado, apenas unas cabras, mulas y aves de corral imprescindibles para una difícil subsistencia. Los más afortunados tenían un incipiente grado de instrucción, pocos sabían leer o escribir; imperaba la tradición oral y la fe. Se practicaban oficios rudimentarios, entre ellos la carpintería para fabricar instrumentos de labranza. Pueblos tan elementales se ofrecían como presa fácil para los conquistadores venidos de algún imperio. Y eso sucedió cuando las legiones romanas llegaron para dominar toda el Asia Menor.
Palestina cayó bajo el yugo romano y fue dividida en tres pequeñas provincias con habitantes sin derechos ni libertades. Ese fue un territorio muy cambiante en sus límites geográficos, con pequeñas ciudades que desaparecieron y pueblos que mudaron de un lugar a otro. Intentaremos pues una aproximación a la realidad de hoy para ubicarnos: en el norte, abrazando por el oeste el mar de Galilea se encontraba la provincia del mismo nombre cuya ciudad principal era Tiberíades y desde allí, a corta distancia, Nazaret; en el centro, la provincia de Samaria; y al sur, la de Judea, con capital en Jerusalén. Samaritanos y judíos mantenían una constante rivalidad. Al sur de Jerusalén, en línea recta y a sólo nueve kilómetros había un caserío de ínfima importancia: Belén. Estos nombres y sus ubicaciones quedarán estrechamente ligados al nacimiento, vida y muerte de Jesús.
Al tiempo del nacimiento de Jesús, el sirio Herodes el Grande gobernaba Galilea como tetrarca designado por Roma. Era la viva personificación de la crueldad de su época, como que para mantenerse en el poder, y cediendo a las intrigas palaciegas, no dudó en ordenar el asesinato de sus hermanastros y de su segunda esposa. Astuto como pocos, consiguió que Roma lo nombrara también rey de Judea; allí distribuyó tierras entre sus parientes e inauguró la dinastía, tristemente célebre, de perseguidores de los primeros cristianos.
De los pueblos dominados, a Roma sólo le interesaba el pago de tributos y el reclutamiento para sus legiones. En consecuencia, eran comunes los censos de población para reclutar jóvenes y cobrar impuestos sobre propiedades tan insignificantes como un animal de carga. José el carpintero y su esposa María vivían en Nazaret (Galilea) pero José debía trasladarse a Belén (Judea), donde había nacido, para inscribirse en el censo. Desde Nazaret a Jerusalén hay 25 kilómetros y desde allí a Belén, nueve: en total, un trayecto de 34 kilómetros que, a paso de mula fue cubierto en aproximadamente 10 días. Aquí caben dos especulaciones: la primera, que la pareja habría iniciado el trayecto a principios de diciembre; la segunda, que la figura del burro no consta en las Sagradas Escrituras. Lo cierto es que el trayecto debe haber sido muy penoso, especialmente para María en avanzado estado de embarazo. Al llegar a Belén, encontraron una bullente población en tránsito hacia Jerusalén. En la única posada del lugar no hallaron alojamiento y se cobijaron en un establo excavado en la ladera de una colina.
Y allí, en un instante maravilloso en la historia de la humanidad, nació el Niño al que llamaron Jesús.
Relata la Biblia que la noche se llenó de voces celestiales, que los pastores del lugar acudieron a la gruta de la Sagrada Familia y que una estrella refulgente anunció a tres reyes de Medio Oriente el maravilloso milagro. Y que los tres reyes, llegados a la corte de Jerusalén, preguntaron por el recién nacido al que conocieron cinco días después, y que Herodes, temeroso del nacimiento del enviado de Dios mandó a matar a los santos inocentes. Y dice la Biblia que José, para salvar a su hijo, huyó a Egipto.
Nada dice el texto sagrado sobre el día que nació Jesús y los historiadores difieren a partir del calendario gregoriano. Pero hoy se da por cierto que en la medianoche del 24 de diciembre (día uno del año uno de nuestra era), el Mesías prometido había llegado al mundo.