La tarde era calurosa y húmeda, agobiante. Si bien estaba acostumbrado a estas características del tiempo por ser habituales en los veranos de la ciudad de Santa Fe, ese día de mediados de enero lo afectaba más que nunca, sea porque las mediciones meteorológicas eran más elevadas que lo habitual, o por su estado de ansiedad, provocado por la espera de un llamado que confirmara la noticia convenida. No conocía en profundidad la personalidad de Natalia, pero sí lo suficiente como para haber observado cierta inestabilidad emocional que influía en su carácter errático.
Ella trabajaba como empleada administrativa en una empresa dedicada a depósito de mercaderías, ubicada en la ciudad de Avellaneda en Provincia de Buenos Aires, a pocas cuadras del estadio de fútbol del Club Racing, la que estaba asociada a una importante empresa de transporte de mercaderías de la ciudad de Santa Fe que asesoraba Ricardo en su carácter de licenciado en administración. En razón de ello viajaba frecuentemente a Buenos Aires donde permanecía durante dos o tres días cumpliendo sus funciones profesionales. Allí había conocido a Natalia. Desde un primer momento quedó sumamente impresionado por su esbelta figura. Alta, delgada, de cuerpo armoniosamente desarrollado, tez blanca, ojos verdes azulados, labios gruesos y sensuales que llamaban a saborearlos como frutos carnosos. Los cabellos negros y largos caían displicentemente sobre su rostro haciendo un contraste que resaltaba la belleza de su rostro. Siempre vestida con sencillez pero buen gusto. Al principio había tenido pocas conversaciones con ella y siempre relativas a informaciones que él requería para su trabajo, pero ocurrió un día de crudo invierno que el sistema de calefacción de la empresa no funcionaba y el frío, intensificado por un fuerte viento que bajaba la sensación térmica en varios grados, hacía difícil la concentración en las tareas. Fue entonces que Ricardo pensó que era la oportunidad para entablar una relación más estrecha. Resuelto a buscar su objetivo, se levantó de su escritorio y se dirigió hacia Natalia que trabajaba en la misma oficina, pero en el costado opuesto. Con tono amable pero firme le dijo: -Con este frío no se puede trabajar, resulta imposible concentrarse, si no te lo impiden las reglamentaciones laborales, te invito a tomar un café o un cappuccino en el bar de la esquina, así calentamos un poco el cuerpo mientras el servicio de mantenimiento, que está trabajando, soluciona el problema. Natalia se sorprendió. Seguramente no esperaba esa invitación, pero como también estaba tiritando de frío, le contestó: -Bueno, comunico al gerente y vamos-. Se dirigió a la oficina del gerente y en un segundo salió, tomó su abrigo y dijo: -Listo, no hay problemas-. Ricardo le ayudó a colocarse el tapado color ocre claro y se dirigieron al bar a pasos apresurados. Mientras abría la puerta del bar y le abría el paso, le dijo: -Este tapado te sienta muy bien, he observado que tienes muy buen gusto para vestirte, con sobriedad, pero moderno y elegante y buena combinación de colores-. Ella agradeció la galantería mientras pensaba: si éste quiere conquistarme va muerto. De allí en adelante comenzaron a tener encuentros más frecuentes, siempre compartiendo un café en el bar de la esquina durante las horas de trabajo, por lo que eran cortas, de circunstancias, light. Varias veces Ricardo trató de cambiarle el tono a las conversaciones, interesándose por conocerla con mayor profundidad, haciéndole preguntas sobre la familia, su pasado, sus relaciones, pero ella en todo momento las esquivó con elegancia, pero con firmeza, hasta que un día lo sorprendió con una pregunta inesperada: -Ricardo – dijo: -En varias oportunidades has intentado conocer detalles sobre mi vida. No sé cuál es tu intención, pero que seamos amigos no hay problemas, pero ese es límite. Me agrada tu presencia, tu modo de hablar, tu respetuosidad y creo que compartimos algunos gustos. Supongo que podemos entablar una relación de amistad, pero te advierto que nada más allá de eso. ¿Está claro?-. Ricardo no pudo ocultar su desconcierto por la franqueza de la pregunta, pero más que nada por el tono sereno pero firme con que se había expresado. Se sobrepuso de inmediato y contestó de la misma manera: -Nunca pensé otro tipo de relación-, y agregó con tono interrogativo- ¿cómo pensarlo si apenas nos conocemos? Me considero un hombre prudente y jamás me arriesgaría a hablar sobre un tema que pueda ofenderte-. Con esta respuesta, pensó, queda sellado el compromiso, pero no cierra ninguna otra posibilidad, el tiempo dirá. Natalia respondió: -Bien, amigos entonces y nada más- y mientras se levantaba extendió su mano y dijo: -Sellemos el acuerdo y vamos porque se hace tarde. En otra oportunidad y con más tiempo podemos conversar con mayor tranquilidad-. Ambos se dieron la mano como expresión de voluntad y cumplimiento, y volvieron a sus respectivos trabajos. No le pasó inadvertido a Ricardo ese “conversar con mayor tranquilidad”, que abría la posibilidad de encontrarse en lugares distintos a lo rutinario y formal que venían haciendo.
Desde ese momento, cada vez que Ricardo iba a Buenos Aires comenzaron a recorrer la ciudad, tomar un café o cenar en distintos lugares donde conversaron animadamente sobre diversos aspectos, a su vida privada, sus gustos, costumbres y vivencias, y todo lo que hace a un conocimiento más profundo de la personalidad de cada uno. Nació así un vínculo que se fue consolidando paulatinamente con el tiempo, a punto tal que en varias oportunidades recibió llamados de Natalia, preguntando cómo estaba, cuándo viajaría a Buenos Aires, les comentaba sobre algún libro que estaba leyendo, o algún acontecimiento sucedido. Ricardo estaba entusiasmado por la profundidad de la relación y cada vez era mayor su convicción de que, no sólo Natalia la atraía por su hermosura, sino que se estaba enamorando. Por su parte ella comenzaba a mostrarse más espontánea, libre de prejuicios, pero anímicamente fluctuante, pasando de un estado de alegría a un estado de tristeza con suma facilidad o bien, de un trato amable a uno hosco sin motivos aparentes. Algunas expresiones dichas en reiteradas oportunidades por Natalia: “todos los hombres son iguales!” o “yo no creo en las palabras de los hombres” sin dar explicaciones a esas afirmaciones, le hizo pensar que los cambiantes estados de ánimo y cierta dureza en el trato en algunas ocasiones, debían ser consecuencia de frustradas relaciones anteriores. Ello hacía que debía medir bien sus palabras porque alguna pregunta que ella pudiera considerar como indiscreta, o poco oportuna, incluso alguna llegada tarde a la cita, le haría estallar su carácter y se pondría seria y esquiva. Ya había observado esa actitud en alguna oportunidad cuando la conversación se entraba en temas más íntimos, incluso llegó a levantarse e irse con alguna excusa poco creíble. Sin embargo, en reiteradas oportunidades habían conversado sobre la posibilidad de que Natalia conociera Santa Fe, ya que nunca había estado en esa ciudad ni en Paraná. Ricardo le sugirió que fuera, él la esperaría y organizaría una recorrida por los lugares más atractivos de ambas ciudades, degustaría sabrosos platos de pescado de río, conocería el túnel subfluvial y lugares históricos y desde luego una hermosa visión del río Paraná. En la última conversación que tuvieron ella cambió su respuesta de otras veces “ya veremos”, por “no me insistas, yo prometo que cuando lo crea oportuno, te aviso”.
Cuatro días después le anticipó telefónicamente que iría a visitarlo para conocer esos lugares, que en los próximos días le confirmaría la fecha del viaje, comenzó a planificar todo cuidadosamente. Nada podía faltar, en nada fallar. Conocía de la delicadeza, pero también del carácter de quien esperaba. Organizó minuciosamente el recorrido, dónde almorzar y cenar, también donde ir a bailar por si ella estaba dispuesta. Cuando le confirmara la fecha también debía dedicarse a dejar el departamento en condiciones para recibirla. No soportaría el desorden habitual.
Era pasada la media tarde de un jueves de enero, estaba con su ansiedad y sus cavilaciones cuando sonó el teléfono.
-Viajo el viernes a la noche en el bus de las cero hora y arribo a las cinco de la madrugada, paso el fin de semana allí y regreso el domingo a la noche- le dijo, pero se negó a que fuera a esperarla. Me tomo un taxi –explicó. Hubiese deseado ir a buscarla, pero no quiero contrariarla, demasiado le había costado que viniera como para contradecirla y crear un conflicto por una tontera. Después de todo mejor, porque avisarme tan sobre la hora, me da poco tiempo para ordenar este lío que tengo en la casa.
Vivía solo en un departamento del quinto piso de la calle Lisandro de la Torre en la zona céntrica de la ciudad. Su primera preocupación fue dejarlo limpio y en orden. La tarea le llevó parte de la mañana del viernes. Desde que lo ocupara, el parquet nunca había recibido cera, actividad que le llevó un par de horas y una porción de sus energías, pero valió la pena –se dijo. El piso resaltó su color y brillo y el ambiente fue invadido por el grato perfume ocre de la cera. También se ocupó de embellecerlo. Compró flores en la mejor florería de la ciudad, donde cuidadosa y prolijamente prepararon un ramo en cuyo centro colocaron rosas rojas. Había tenido especial cuidado en remarcarle al florista que no se olvidara de las rosas rojas, porque recordaba que en la primera vez que hablaron, ella le comentó que le gustaban las flores, en especial las rosas rojas. Colocó el ramo en un florero sobre la mesa donde previamente extendió una carpeta blanca hecha al crochet, según le había explicado un día su madre y cuya procedencia desconocía, seguramente de algún recuerdo familiar, tal vez de la abuela que le gustaba hacer esas cosas. Llenó la heladera con botellas de bebidas de distintos tipos: gaseosas, cerveza, vino, champan y no olvidó el fernet y en el freezer agregó alguna comida preparada, por si acaso, pensó. Verificó que estuviesen los discos disponibles con los más variados tipos de música, autores e intérpretes y hasta probó que el equipo funcionara correctamente. Pensó que una buena idea fue la de colocar el ventilador de techo, uno en su dormitorio y otro en el que utilizaría Natalia, que se cuidó de ordenarlo y ornamentarlo adecuadamente. Con el calor de enero la permanencia en las habitaciones no era muy grata sin este artefacto. Sus recursos no le permitían por el momento la inversión en un acondicionador, por lo demás no hubiese tenido el tiempo suficiente para que se lo instalasen.
A pesar de lo especulativo de su actitud previa, al recibir la confirmación de su viaje el corazón comenzó a latirle sobresaltado. Se dijo que parecía un novato, y no un muchacho experimentado, con sus treinta años bien vividos. Pensó que lo mejor era tranquilizarse, no sea que el nerviosismo la haga cometer alguna torpeza.
Desde la estación terminal hasta el departamento un taxi no demora más de quince minutos –pensó, por lo que estará aquí entre las cinco y quince a cinco y media, según la puntualidad del micro.
No quiso cenar en el departamento para no desordenarlo, además, el olor a comida alteraría el ambiente perfumado por la cera, por lo que decidió bajar a comer algo rápido en el bar de la esquina. Se acostó temprano, no por sueño sino para descansar y, además, no sabía cómo pasar el tiempo. Encendió el ventilador y puso el despertador para que sonara a las cuatro y media.
-Por si acaso- balbuceó.
Su estado de ansiedad no le permitía relajarse como para que el sueño viniera. Su pensamiento era un giróscopo que buscaba desesperado alguna pausa: una persona querida, un recuerdo feliz o simplemente un sonido. El rostro de Natalia aparecía y desaparecía en su mente, sin que lograra retenerlo. El repiqueteante sonido del lagrimeo de una canilla mal cerrada llamó su atención.
Comenzó a contar una por una las gotas de agua que caían, procurando con ese juego conciliar el sueño. En un primer momento eran golpes secos, luego la sonoridad fue creciendo hasta tener una resonancia casi musical, que percibía con mayor intensidad a medida que transcurría el tiempo. Minutos después, las oyó cuando se deslizaban por la canilla. Con los ojos cerrados las vio traslúcidas, brillantes. Concentró su atención y la sensibilidad se agudizó y pudo escucharlas bajar lentamente por la cañería, suspenderse en el aire y alargarse hasta caer en la pileta. Quiso seguir sus recorridos por el desagüe, pero el esfuerzo resultó inútil. No lo lograba. ¿Por qué dejaba de oírlas cuando ingresaban al agujero negro que lleva al fondo de la tierra o al mar lejano?.
La imagen de Natalia una y otra vez aparecía y desaparecía fugazmente en su mente. Ahora la veía para delante de la puerta del departamento.
Por la vena del dedo gordo del pié derecho sintió entrar un frío extraño. Se fue desplazando hasta llegar al corazón y desde allí invadió todo el cuerpo. Comenzó a tiritar. Por fin, pudo escuchar nuevamente las gotas a través del suave roce molecular que producían cuando se mezclaban con la sangre que, fría y desteñida, recorría las arterias y entraba en cada una de las cédulas. Recién en ese momento comprendió que esas gotas de agua se introducían en su cuerpo por un invisible conducto que, colocado por algún espíritu maligno, unía el agujero de la pileta y su vena.
Vio otra vez a Natalia, como en sucesivas imágenes de fotos que aparecían y desaparecían rápidamente ya sea el timbre, golpear la puerta, hablar por teléfono para luego verla alejarse, con el rostro crispado y con lágrimas en sus ojos.
Quiso gritar y la garganta no emitía voz. Pretendió levantarse y los músculos no le respondían. Estaba atado por infinitos hilos de frío. Buscó miles de formas de terminar con esa parálisis: mover un dedo de la mano o del pie, o gemir con la boca cerrada, abrir los ojos, pero no pudo. Una y otra vez volvió a repetir el intento sin éxito. Tenía desconectado el cerebro, por lo que se hacía inútil toda voluntad de resistencia. Sólo el corazón y la respiración funcionaban por impulso involuntario. Se había transformado en un cuerpo inerte. Únicamente podía pensar, ver el rostro de Natalia que aparecía y desaparecía y oír el ruido de las gotas en sus entrañas.
Se dejó estar, abandonándose. Esperaba la aparición del dolor que supuso el frío produciría, pero un relajamiento placentero ganó su cuerpo hasta sentirse etéreo. El latido del corazón se hizo más tenue, apenas perceptible. La respiración casi inexistente. El pensamiento, arrastrándose, se tornó gris para convertirse, por último, en una pantalla oscura. Oyó alejarse el sonido de la gota de agua, hasta que el silencio helado fue total, infinito.
El llamado del teléfono lo despertó sobresaltado. Estaba bañado en sudor y en el cuerpo no circulaba nada de aire. Sin tener plena conciencia de lo que ocurría, levantó el tubo y oyó a Natalia, pero esta vez no era la voz suave y sensual de siempre, sino una voz dura que le decía:
- Jamás se te ocurra hablarme, lo que me has hecho no tiene perdón. Viajé en el micro previsto, llegué a la hora anunciada, tomé un taxi, estuve a la entrada de tu departamento más de media hora, toqué el timbre que no sonó, di golpes en la puerta, llamé por teléfono y no obtuve respuesta. He regresado a Buenos Aires. Te desprecio – y colgó sin que tuviese tiempo de reaccionar.
- Atinó a mirar el reloj pulsera: eran las dos y treinta. No comprendo –dijo en voz alta-, aún faltan tres horas. Se sentó sobre el borde de la cama y el sol de la tarde que entraba por la ventana le dio de pleno en el rostro.
- ¿Cómo pude quedarme dormido! – ¿Y el despertador? -¿El timbre de la puerta? ¡No es posible que no los haya oído” – se preguntó desesperado ¡me quedé dormido! A pesar del cuidado en planificarlo todo, por una torpeza imperdonable había desperdiciado una oportunidad que nunca más se repetiría. El tono de voz de Natalia no lo hacía dudar de ello.
Estaba en esas cavilaciones cuando advirtió que el ventilador estaba detenido. Giró su mirada hacia el despertador eléctrico. Tampoco marcaba la hora. Se levantó de un salto, tomó el teléfono y llamó a portería y preguntó qué pasaba.
La voz pausada del portero le contestó: desde las cuatro de la madrugada no hay servicio eléctrico en el piso quinto. Estamos buscando el desperfecto.