HISTORIAS MINIMAS
El 4 de noviembre se cumplen 100 años del descubrimiento de la tumba más famosa del mundo. La del faraón-niño Tutankamón; hazaña sin precedentes del inglés
Howard Carter, un novel dibujante devenido en arqueólogo, y su socio y financista de la expedición, lord George Herbert, duque de Carnarvon, quienes excavaron sin descanso en el arenoso desierto egipcio hasta dar con un tesoro escondido durante siglos y que ayudó, en buena medida, a desentrañar los misterios de una cultura milenaria existente mucho antes del inicio de la era cristiana. Un centenario tan oportuno no podía pasar inadvertido para estudiosos y aficionados a la egiptología que inundaron los museos desparramados en todo el mundo donde se exhiben piezas rescatadas (y hurtadas) de tan magnífico mausoleo. En tal sentido, los museos de El Cairo, Londres y París se llevaron las palmas.
Entre tanto fárrago de noticias, literatura, conferencias, seminarios, ateneos y hasta filmes alusivos , surgió un debate no menor sobre si aquella tumba, cuya apertura también creó el mito de la maldición del faraón por haber sido profanado su descanso eterno, era un mausoleo o un santuario. Como no podía ser de otra manera, los lingüistas dejaron de lado el rutilante centenario evocativo y se sumergieron en discusiones con válidos argumentos en uno y otro sentido. Finalmente, hubo acuerdo: se trataba de un “mausoleo”, monumento de talla monumental, dedicado a albergar el féretro de un personaje ilustre a quien no se le rinde devoción, simplemente se le debe admiración y respeto. Y se aceptó que, por el contrario, “santuario” es el lugar al que acude la feligresía de los más diversos credos para rendir honores y formular rogativas (entiéndase por tales, trabajo, dinero, salud, bienestar espiritual, etcétera).
Zanjado el debate que transcurrió dentro de los respetuosos carriles académicos, remontemos la historia para conocer la génesis del mausoleo, que nació con la fastuosidad de un monumento póstumo cuando murió Mausolo, el sátrapa persa que acumuló fortunas como gobernador de Halicarnaso, y su esposa hizo construir una tumba monumental de 134 metros de perímetro y 46 de altura. Tan fastuosa era que fue considerada una de las siete maravillas del mundo antiguo y el nombre de Mausolo quedó inmortalizado como sinónimo de sepulcro suntuoso: el Mausoleo. A partir de aquella construcción portentosa, la humanidad no se ha privado de rendir homenaje a sus muertos ilustres levantando mausoleos por doquier. La lista sería interminable, pero vale mencionar, por su belleza, sus dimensiones colosales o su significado, el Taj Mahal en Agra (India); la tumba de Napoleón, en Los Inválidos (París), o, curiosamente, el mausoleo más alto de la Argentina, erigido en cercanías de la ciudad de Alta Gracia (Córdoba) por el excéntrico millonario Raúl Barón Biza en homenaje a su esposa Myriam Stefford muerta en un accidente de aviación. Con 82 metros de altura y reproduciendo el perfil de un ala de avión, fue construido por 100 obreros polacos en 1935. Un dato al margen: aquí también el mito de la maldición que perseguirá a quien profane su tumba alimentó la morbosidad de no pocos visitantes.
Como queda dicho, hay una diferencia sutil entre “mausoleo” y “santuario”. El primero se destaca por sus soberbias dimensiones, fastuosidad, y sentido intrínseco; el “santuario” es más modesto e impregnado de religiosidad y devoción de muchedumbres que acuden a rogar o agradecer. En tal sentido, son comunes los santuarios –como su nombre lo indica– para rendir culto de fe. En la Argentina, el más célebre y concurrido es sin dudas el oratorio de la difunta Correa, en la localidad de Vallecitos (San Juan). Paulatinamente y con el tiempo, la costumbre de erigir mausoleos y santuarios ha caído en desuso, o, por lo menos, se han reducido sus dimensiones bajo criterios estéticos y económicos. La modernidad impone otros ritmos, sin dudas, y nadie piensa en recordar a sus muertos a través de inmensos bloques de cemento o peregrinaciones multitudinarias. Sin embargo, en estos últimos años, la Argentina ha sido una curiosa excepción digna de un estudio sociológico. Como país exótico y muy proclive a la desmesura, erigió en el páramo patagónico un colosal mausoleo, insólita “megaestructura” fúnebre que alberga el cadáver de quien alguna vez fuera presidente de la Nación. En el discreto cementerio de ese pueblo, las modestas lápidas de los muertos comunes quedaron opacadas por la grandiosidad y opulencia de la vivienda que alberga los restos de quien apodaron “Eternauta”.
Y para no ser menos en cuanto a exotismo y desmesura, más acá en el tiempo, en nuestros días, una coqueta zona del porteño barrio de Recoleta se convirtió en un auténtico santuario carnavalesco para rendir culto sectario a una de sus más notorias vecinas, dos veces presidenta de la Nación, hoy vicepresidenta y con múltiples procesos judiciales a sus espaldas.