El 19 de diciembre de 2018, cuando el número anterior de “Hojas de Cultura” ya estaba en proceso de impresión, murió en Córdoba “el Toto” Schmucler. Dejé para este número de la revista la evocación de su insigne personalidad, para que esta nota no se limitara a una simple necrología, sino que significara el merecido homenaje al destacado semiólogo y sociólogo que fue Héctor N. Schmucler, pensador profundo y original de personalísimas características, quien permanente mente estuvo dispuesto, como él dijo alguna vez, para “empujar a tener esperanzas casi arbitrariamente, en un mundo que mostraba sólo datos para la desesperanza”, y al mismo tiempo implicara también la evocación al amigo entrañable que me honró con su amistad sincera. Es por ello que este artículo no podrá eludir la subjetividad de quien escribe y seguramente se nutrirá de sentimientos íntimos y de añoranzas personales, razones que determinan -como ya habrá advertido el lector- la escritura en primera persona del singular.
Héctor Naum Schmucler, Profesor Emérito de la UNC, Doctor honoris causa, por la UBA y por la UN de San Luis, nació el 18 de julio de 1931 en Hasenkamp, un pueblo de la Provincia de Entre Ríos; desde niño vivió en Córdoba. Cursó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de Monserrat, donde nos conocimos, primero simplemente como compañeros de curso; pero luego nuestra relación fue estrechándose por diversas circunstancias hasta llegar a la amistad profunda que perduró hasta su muerte. Se graduó como Licenciado en Letras en 1961, pero previamente hay un tramo de su vida que conocí desde muy cerca, que estimo cambió su destino científico y lo insertó en el campo de las letras y las humanidades en general, ámbito en el que alcanzó amplio reconocimiento y prestigio internacional. Voy a referirme a ese período lo más sintéticamente que me sea posible, porque tengo la sensación de que no es suficientemente conocido por quienes, sin embargo, son verdaderamente versados con respecto a la trayectoria, el pensamiento, la actividad académica e intelectual de Héctor Schmucler, La camada montserratense a la que pertenecimos Toto y yo, egresó en 1950. Pero Toto rindió el sexto año libre y aun cuando en marzo de ese año le. faltaba alguna asignatura para completar el bachillerato, según las reglamentaciones de entonces podía inscribirse para cursar como alumno “condicional” en cualquier carrera universitaria. Se inscribió en Medicina y al final del año, al completar el bachillerato, regularizó su situación en la Facultad y en marzo del ’51-si la memoria no me engaña- aprobó materias de la carrera de medicina, carrera que continuó sin inconvenientes hasta Cuarto Año. Destaco este detalle por cuanto de las varias semblanzas que he leído, publicadas en distintos medios del país con motivo de la muerte de Toto, solo una, la sesuda nota de Alejandro Katz, en “La Nación”, hace mención a los estudios de medicina, pero lo hace de una manera que no refleja la realidad. Dice Katz: “luego de un intento breve de estudiar medicina (…)”. Esta expresión hace pensar en algo que es bastante frecuente en el estudiantado, el advertir un error de elección y cambiar enseguida de carrera. No fue ese el caso de Toto. El solo hecho de haber llegado hasta cuarto año y sin inconvenientes, demuestra que lo de medicina no fue “un intento breve”. Acaeció algo importante en su vida que quizás influyó poderosamente en su decisión, aunque tal vez no haya sido ni el único ni el principal motivo del cambio de rumbo. Se trata de una grave enfermedad pulmonar que le aquejó por entonces. Recuerdo que lo visité en una casa de reposo en Río Ceballos, donde permanecía por consejo médico. Me contó que lo suyo era un “problema bacilar” (así me lo dijo) que afortunadamente, por los recientes adelantos médicos, podía ser tratado con éxito. Así fue. Una vez recuperado totalmente, en un encuentro en su casa (vivíamos a cuatro cuadras de distancia) me sorprendió comunicándome su decisión de abandonar los estudios de medicina e iniciar la carrera de letras en la Facultad de Filosofía y Humanidades. Debo decir también, entre paréntesis, que yo conocía algunos poemas de Toto, que guardaba en mi casa por razones de seguridad, escritos con anterioridad, sin que esa inclinación afectara sus estudios de medicina. Esto implica, asimismo, que su gusto por el cultivo de las letras ya venía madurando desde hacía algún tiempo. Recuerdo también la desazón de su padre y la sorpresa de su familia y amigos por la decisión, la que, por otra parte, él mantuvo con firmeza pese a todo. Nunca le pregunté ni tuvimos oportunidad de comentar si la enfermedad había tenido que ver con su desencanto respecto a los estudios de medicina. Estimo que algo de eso puede haber habido y esta es la razón que me hace consignario en esta semblanza, simplemente como un dato que por lo que he podido advertir, aparece como desconocido por sus biógrafos.
Antes de iniciarse la década de los ’50 se afilió al Partido Comunista. Desde entonces, pero fundamentalmente a partir del inicio de sus estudios universitarios tuvo una militancia muy activa en la Juventud Comunista, lo que le costó haber sido encarcelado en numerosas oportunidades. Yo no compartía sus ideas políticas, pero eso no nos alejó; de allí que guardara sus escritos en mi casa, porque la suya podía ser allanada en cualquier momento. Las décadas del ’60 y del ’70 tuvieron singular trascendencia en la trayectoria
de Toto. (Principalmente la primera). Ya dije que se graduó como Licenciado en Letras 1961. Por algún tiempo fue Ayudante de Cátedra con Noé Jitrik. Mediante una beca de perfeccionamiento, entre 1966 y 1968 estudió Semiología en la Ecole pratique des hautes etudes de Paris, bajo la dirección de Roland Barthes. Antes, había fundado la Revista “Pasado y Presente”, junto a José María Aricó, Oscar del Barco y Samuel Kiskowski; fueron los primeros en abordar en el país estudios sobre la comunicación. Desde 1969 hasta 1972 dirigió la Revista “Los libros” en la que colaboraron, entre otros, Jaime Rest, Juan Gelman, Aricó, Beatriz Sarlo, Ricardo Piglia. En 1970 funda en Santiago de Chile la Revista “Comunicación y Cultura”, junto a Armand Mattelast y Ariel Dofman. En 1971 escribió el prólogo del famoso libro Para leer el Pato Donald, y ya en el exilio, en México, editó la Revista “Controversia” con Juan Carlos Portantiero, Nicolás Casullo y Aricó.
Cuando en 1976 se produce el golpe militar, Toto dirigía, en Buenos Aires, la filial argentina de la prestigiosa editorial Siglo XXI. Previamente había ejercido la docencia superior en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y en la Facultad de Comunicación Social de La Plata. En el ’74 lo había dejado cesante en esas cátedras el gobierno de Isabel Martínez “en el marco de la limpieza ideológica’ ejecutada en todo el país” como dice Gustavo Di Palma en el artículo publicado en La Voz del Interior el 28/9/2014. Pocos meses después de instalado el gobierno militar, debió exiliarse. Fue a México donde su exilio se extendió por alrededor de diez años.
La publicación de “Pasado y Presente”, revista de orientación marxista que se propuso revisar críticamente las interpretaciones del comunismo con respecto al pensamiento de Marx, tuvo esencial significación en la trayectoria de Héctor Schmucler. De las numerosas consecuencias que sus trabajos en esa publicación produjeron en su pensamiento y en su espíritu, dado la extensión que lógicamente puede tener este artículo, destacaré sólo dos que estimo fundamentales:
1) El profundo giro ideológico-político que experimentó como consecuencia de una severa autocritica. De haber militado en el estalinismo con honda convicción pasó a enfrentarlo, junto con sus compañeros de “Pasado y Presente”, por la ausencia total de posibilidades, dentro del Partido, de una discusión abierta y democrática, y por haber descubierto en Stalin la condición de cruel dictador. Apenas aparecida la Revista fueron expulsados del Partido Comunista, acusados de revisionistas contrarios a la ortodoxia partidaria, acusaciones propias del dogmatismo de quienes se creen dueños de la verdad. A partir de ahí se alejó de la militancia orgánica. Él mismo lo dice en el artículo ya citado de Di Palma, respondiendo a preguntas del periodista. Transcribo textualmente: “En ese momento dejé de tener una militancia orgánica, que retomé a principios de los años 70, cuando tuve una breve y periférica aproximación a la organización Montoneros. Porque atraía la idea de fuerza popular y masiva aliada al pensamiento marxista. Estuve vinculado indirectamente, en la zona más bien cultural, entre los años 1973 y 1974. Cuando Montoneros se hipermilitarizó, tuve discusiones con algunos de sus dirigentes porque consideraba que se habla perdido el cauce. Y aquí debo trazar un paralelismo entre la decepción con el comunismo estalinista y esta otra forma de marxismo que circulaba por las masas peronistas. La lucha armada planteada por la guerrilla me pareció una contradicción con la idea de una sociedad democrática y abierta. En definitiva, fue una copia del estalinismo, pero con otras características. Habla una especie de verdad revelada y de dueños de esa verdad que pretendían imponerla por las buenas o por las malas, generalmente por las malas, porque no encontraban otro método para instalar sus principios al conjunto de la sociedad”. Y así fue como concluyó su breve vinculación con Montoneros.
En los últimos años de sus días, según lo declaró públicamente y me lo comentó en forma personal en alguna de las postreras oportunidades en que nos vimos, Toto se sentía muy cerca de la socialdemocracia, con lo cual nuestra unión espiritual de toda una vida, completó sus lazos acercándonos también en aquello que habla sido lo único en lo que no hablamos coincidido.
(2) La publicación, en el último número de “Pasado y Presente”, en 1965, de su meduloso ensayo Rayuela, juicio a la literatura, un estudio erudito y muy original sobre la novela que Cortázar había publicado en 1963, la que, según la opinión de Toto, formulaba las preguntas que él y su generación se venían haciendo. Y agrega Schmucler que Rayuela le significó el impacto espiritual más importante de su vida. Esa convicción de que la extraña novela que rompía moldes, que desordenaba la narración, que algunos consideraron “contranovela”, no daba respuestas, sino que formulaba interrogantes, es lo que impulsó a Héctor Schmucler a escribir su ensayo y se lo envió al escritor. Cuando Toto fue a Paris con motivo de su beca, Cortázar ya había tenido oportunidad de valorar en su justa dimensión enjundioso trabajo, y en tal circunstancia nació la amistad que los unió hasta la muerte de Julio Cortázar
El trabajo de Toto es el mejor análisis que conozco sobre Rayuela. Me atrevo a decir que no existe otro texto critico que haya penetrado con tanta agudeza y haya tan profundamente los méritos de la obra y su verdadera significación. El propio ensayo me sustenta en esta afirmación cuando señala desde el principio, que “alguna crítica se había complacido en buscar las influencias que se reconocen en la obra de Julio Cortázar” “O el libro no ofrece nada nuevo añade Schmucler-y entonces lo único que deja traslucir es la influencia de otros autores; o el método de buscar influencias sirve para olvidar méritos propios de la obra (manera implícita de negarlos); o se elude una aproximación en profundidad, por lo cual sólo se tantea la periferia, sin interesar la obra ni superficialmente; o, en fin, en el peor (aunque mejor para la buena conciencia del crítico) de los casos, no se comprendieron aquellos significados originales que la hacen valorable por encima de las influencias”. Yo había les Rayuela antes de conocer ni siquiera la existencia del trabajo de Toto, y si bien me atrajo y provocó en mí el placer de degustar un texto mágico, no vislumbré ni por cerca el inmenso mundo que revela el ensayo de Schmucler. Cuando releí Rayuela después de conocer el análisis aludido, sentí que leía “otro” libro, el texto se me iluminaba en su verdadera dimensión; cada frase, cada expresión adquiría el sentido exacto que Cortázar había querido trasmitir. Me hizo ver, en primera instancia, cómo reaparece en la novela la obra anterior de Cortázar, sus personajes, las actitudes y opiniones de estos. Es necesario tener un amplio conocimiento de la producción total del escritor para advertir su presencia en Rayuela y este es un mérito del ensayo que destaco complacido. Anota Toto: “Rayuela, a su vez, es una síntesis de la obra literaria de Cortázar que culmina aquí en algo nuevo en él y en el género novelístico. Esta afirmación contiene la característica más importante de la obra, pero, por otra parte, señala el mayor inconveniente para un análisis crítico de la misma: se vuelve imposible utilizar cualquier módulo exterior: la literatura es puesta en tela de juicio a través de una obra literaria. Si se rastrea la producción cortaziana desde Los Reyes hasta Los Premios (incluyendo el notable intermedio de Historia de Cronopios y de Famas) se pueden establecer dos hechos fundamentales: 1) Rayuela es un salto espectacular a partir de una altura a donde se ha llegado por un camino constituido de desiguales pendientes cuya dirección intencional prefigura, contiene, la magnitud de ese salto. En otras palabras, la obra de Cortázar-desigual en su alcance-contiene toda la potencia que es puesta en juego en el momento que el autor se lanza al mundo de Rayuela. () 2″) Rayuela, al escapar de los esquemas habituales, se transforma, por pura presencia, en alegato anti literario que, paradójicamente, utiliza la literatura (violentándola) para negarla y rescatarla a la vez”,
No es posible, por razones obvias dado la índole de este artículo, intentar aquí una referencia integral del extraordinario trabajo de Schmucler. Pero si quiero señalar en él otro “descubrimiento”, permítaseme llamarlo así, que considero esencial para penetrar y comprender la esencia intima de Rayuela. Me refiero a la aseveración de Toto cuando sostiene: Aunque sobre todo sea “dos libros”, Rayuela es fundamentalmente “muchos libros” (ya veremos por qué), de lo cual infiere que “podemos imaginar la obra en tres planos: primero, el poema propiamente dicho: los capítulos (escritos) en primera persona; segundo, el de las apoyaturas técnicas: los ‘capítulos prescindibles’; y tercero, el anecdótico: el drama contenido en los primeros 56 capítulos.
Al afirmar que Rayuela es muchos libros, Schmucler explica: “a) tantos como lectores. Esto, que siempre puede ocurrir con un libro, aquí no es puramente metafórico: o el lector siente el libro como-si-lo-hubiera-escrito-él, lo reescribe aprovechando el material que se le ofrece, o no lo lee; b) los dos libros señalados por Cortázar: uno que se lee de corrido a partir del primer capítulo y otro en el orden señalado por el autor, en cuyo caso los capítulos del drama (… del 1 al 56) aparecen apoyados críticamente (discutidos) por los otros capítulos; c) otra novela constituida por el largo monólogo que se extiende a través de los capítulos en primera persona: poema-novela que podría tener unidad independiente y donde se encierra el universo de Rayuela. Universo plurisignificante -como un poema-y que resuelve (o pretende hacerlo) la constante antinomia entre la vida y el arte unificándolos (…)”. Con respecto a los tres planos que advierte en la obra, su aguda visión percibe cómo entre la poesía y la teoría critica aparece la vida. “De tal manera la crítica,- dice – que no es más que un filosofar (…) lo es tanto para la vida como para poesía; como para el meditarse mismo”. Considera que en ese “meditarse” se unifican la vida y la poesía. “El conjunto -añade-solo separable con violencia, establece una igualdad donde cada término es el todo. Filosofía, vida y poesía, resuelto en la significación literaria de Rayuela como apetencia de otro existir (atención: de otro vivir cotidiano), de un vivir humano para sí”.
Debo vencer una poderosa tentación para dejar aquí las referencias a “RAYUELA: juicio a la literatura”. Reitero simplemente que la relectura de la extraordinaria novela de Cortázar después de conocer el ensayo de Schmucler, me permitió valorarla y comprenderla en su justa medida, gracias a los eficaces instrumentos de que me había provisto el meduloso ensayo.
Durante los años de su exilio en México no tuve ninguna comunicación con Toto. Vagamente sabía de algunas de sus actividades por ciertas noticias sueltas que no recuerdo bien cómo me llegaban. De ese modo me enteré también, con demasiada imprecisión, de la tragedia que había ensombrecido su existencia. En general, los años de su exilio fueron para mí, con respecto a él, un largo silencio. A finales de los ’80 tuve noticias indirectas de que Toto volvería a Córdoba, pero no pude comunicarme con alguien que me diera información concreta. Poco después supe que había vuelto, que cumplía funciones en la Universidad. Me enteré que formó parte del grupo académico que fundó el Centro de Estudios Avanzados de la UNC, donde alguna vez pude saludarlo muy de paso pues estaba en reunión de trabajo. Se nos hizo un poco difícil encontrarnos pues él no vivía en la ciudad y yo cumplía horarios de trabajo que me ocupaban prácticamente todo el día. Hasta que algunos cambios en mis ocupaciones y en nuestras vidas nos dieron la oportunidad de un reencuentro que, si bien no se caracterizó por entrevistas frecuentes, tuvo para ambos honda repercusión espiritual. Yo estaba al tanto de sus múltiples funciones en el Centro de Estudios Avanzados, como directivo, docente, investigador, formador de estudiosos que luego alcanzaron prestigio intelectual, Director de la Revista “Estudios”, a la que yo estuve suscripto. En los años ’90, mientras él desarrollaba esa nutrida actividad en el Centro, yo me desempeñaba como Regente del Colegio Monserrat, y hubo oportunidades en que mantuvimos breves conversaciones con motivo de esporádicos encuentros. Hasta que una circunstancia puntual motivó el reencuentro de honda repercusión espiritual a que hice referencia.
Fue la lectura de la novela de su hijo Sergio, Detrás del vidrio, a mediados del 2001, que me empujó a escribirle y así lo hice el 16 de junio de ese año. La misiva es extensa como para transcribirla integra, pero necesito transcribir algunos párrafos. “Acabo de leer Detrás del vidrio y de pronto, algo interior muy poderoso me impulsa a escribirte”. Así comienza. Y sigue: “No sé para decirte qué, pero necesito tender este puente contigo. (…) “El martes pasado, por esa atracción que tienen los escaparates de las librerías, me detuve frente a la vidriera de “Rubén Libros” y me encontré con la novela de tu hijo. (…) En cuanto pude trate de hojear el libro. Pero inmediatamente me detuve en esa primera página en la que Sergio incluye fragmentos de cartas tuyas. Y te reconocí. Reconocí la hondura de tus reflexiones en esos pocos renglones. Reconocí aquel talento que ya asomaba en aquellos años de nuestra estudiantina montserratense.” Luego le digo que al ingresar en las páginas de la novela me impresionó la descripción de “Una mujer pequeña (…) y a su lado un hombre alto, el pelo revuelto, que usa lentes” y le digo que los reconozco y sigo reconociendo “personajes queridos que regresan desde tiempos ya sin tiempo… Esa primera situación me advirtió dos cosas: que leería no una novela “con fuerte cariz autobiográfico, como suelen decir las recensiones, sino una verdadera autobiografía, tal vez novelada. Y lo segundo que me dijo esa imagen, abriendo una puerta, fue: Pasá, estás en tu casa; no necesitamos presentarte, conoces a todos o casi todos, y te conocen”.
De inmediato le comento que el mundo a que había ingresado me era familiar, aunque no conocía aspectos fundamentales de la historia de los que solo tenía noticias sueltas y que nunca me había animado a averiguar ni a preguntarle. “Aunque los imaginaba -le digo- y ahora sé que los imaginaba con bastante aproximación a la realidad”. Después de confesar que me sentí un personaje más el párrafo termina así: “Un personaje por demás secundario, claro está, que se limitaba a contemplar y a menudo a sufrir en silencio con los protagonistas”.
Necesito transcribir el párrafo que sigue casi textualmente: “Hubo palabras como la “bobe”, el “yeide”, que permanecían aletargadas en algún rincón oscuro del olvido, y que de pronto, sacudiéndose, volvían a cobrar vida desde lejanos días felices en Colón, en Sagastume, en La Capilla… Oh aquel viaje juvenil por Rosario, Buenos Aires y Entre Ríos, que además de consolidar una amistad (…) nos dejó varados en Santa Fe, una noche de Navidad (…). Hubo pasajes que me ubicaron otra vez en la casa de la calle Roma y Potosí, donde me puse a charlar con Don Carlos, ese judío bastante acriollado, tan noble, tan recto, cuya bondad todavía acaricia mis recuerdos. Estuve en tu casa de Allende (O) 25 (…). Escuché tu voz lejana por la radio francesa desde París. Siento todo eso como capítulos que mi lectura introduce de contrabando en la novela (…)”. Más adelante dice la carta: “Nuestras vidas, (…) han seguido rumbos distintos y físicamente alejados. Pero a pesar de eso, siento que las corrientes subterráneas de esos “ríos/que van a dar a la mar…” y que representan tu existencia y la mía, han transitado cercanas y muchas veces han confundido sus aguas. Y que este libro de tu hijo ha venido a revivir esa cercanía”.
Después de algún comentario elogioso sobre la calidad literaria del libro, sobre la intensidad y el vigor de la narración que “gotea la sangre de la honda herida abierta en el corazón de nuestra historia”; luego de señalar que estimo se trata de una novela destinada a perdurar, expreso textualmente: “Aunque no he conocido personalmente a Sergio (solo creo haberlo visto una vez, cuando volvió de México y yo trabajaba en el IEC) es como si lo conociera, un poco por ser tu hijo, pero sobre todo porque en estos días he caminado con él, lo he acompañado en un andar ilusorio por las calles de Córdoba y del tiempo. Me gustaría darle un abrazo”.
La carta remata: “Si te preguntaras a qué viene todo esto; qué bicho le picó a Mario para despacharse con esa perorata; yo debería contestarte que no lo sé. O quizá tú y yo lo sabemos con ese oscuro saber oculto que navega en las profundidades de la sangre y que no podemos explicar. Siento que es así”.
Sé que la epístola lo emocionó. Al día siguiente de recibida fue al Colegio a verme. Nos dimos un abrazo y charlamos un buen rato. Creo que Sergio estaba en México pero vendría en julio. El 18 de julio Toto celebraría sus setenta años. Me invitó. Estuve en la celebración. Una hermosa reunión en su casa de Río Ceballos, con familiares y amigos, donde tuve oportunidad de cumplir mi deseo de abrazar a Sergio, quien ya conocía mi carta. En adelante nos vimos más seguido y estuvimos más comunicados.
Salteo muchos pormenores para llegar a los últimos años. Un par de veces nos reunimos en alguna confitería a tomar un café y charlar sobre nuestras inquietudes y las novedades de nuestras vidas. Voy directamente a la última vez que nos encontramos. Fue en El Quijote el 2 de febrero de 2015. Conversamos largamente. Con inusitada franqueza y sinceridad. Nos hicimos mutuas confidencias. Recordamos aquel viaje que hicimos a los 17 años, parando en casas de parientes y que, al regresar, a raíz de una lluvia inoportuna en Villaguay, que anegó los caminos, nos impidió llegar a tiempo a Santa Fe para tomar el ómnibus a Córdoba con el que hubiéramos llegado para pasar la Nochebuena en casa, que había sido la única condición que me puso mi madre para autorizar el viaje. Hablamos de su relación con Vanina, a quien yo había tratado bastante con motivo de que sus hijos fueron mis alumnos en el Monserrat. Con notorio entusiasmo, evidenciado en su mirada inquieta, penetrante, inquisidora, me confió que iban a casarse. De inmediato aclaró que no se trataba de cumplir una formalidad sino el deseo de saciar un hondo sentimiento. Y me dijo algo que en un principio me extrañó: “Ni ella ni yo somos religiosos, pero, aunque no lo creas, hasta me gustaría un casamiento por iglesia, dada la significación simbólica de la ceremonia”. De inmediato comprendí hasta dónde llegaba la ebullición amorosa de su espíritu ante el paso que habían dispuesto dar.
En ese mismo encuentro en El Quijote, dejé en sus manos un ejemplar de El envés de las sombras, mi primera y única novela. Creo recordar que la dedicatoria señala el gesto como un homenaje a los ideales compartidos en nuestra larga amistad. Pero recuerdo también que sentí la zozobra del principiante ante el Maestro. Al cabo de un tiempo recibí este correo de Toto:
Muy querido Mario, la exagerada demora en escribirte es la contraparte de la urgencia con que me introduje en El envés de las sombras el mismo día que me lo diste y que no pude dejar de leer, sin pausa, hasta la última línea. Es curioso: te buscaba y me buscaba en una historia que aparentemente no son las nuestras. Aparentemente porque tal vez Quillino, y la orquídea, y una pensión de estudiantes no estén en nuestras biografías. Pero -y la pregunta me acompañó largo tiempo o tal vez siga interrogándome hoy mismo- ¿qué son nuestras biografías?, ¿qué malla de sensibles apariencias nos envuelven o quizás nos protegen de los incomprensibles secretos que han construido nuestras vidas?
El otro día, hace dos meses, cuando nos encontramos después de tanto tiempo y hablamos con insólita confianza que era puro cariño, percibí que el rememorar aquella noche de Santa Fe, se unía al día que me fuiste a esperar al aeropuerto cuando yo regresaba de un largo viaje cuyo verdadero sentido aún se me escapa. Y cuando me contaste esa hermosa y extraña historia que se concretaba en Bariloche, era la misteriosa continuidad de la vida. De esa sorprendente voluntad de permanecer que sostiene al mundo. Infinitos dolores y caprichosos renaceres. ¿No es “el envés de las sombras”?
Querido Mario: no me faltarían razones personales que podría argumentar para justificar mi demora en escribirte y que no se compensa con decirte que he dialogado silenciosamente con vos más de una vez. Te pido me disculpes. Además, y en el menor tiempo posible, te haré llegar una notita sobre la memoria para que alguna vez la publiques en Hojas de Cultura. Nada de esto obstruye la posibilidad de que, en cualquier momento, nos encontremos en El Quijote. Un estrecho abrazo. Toto
De mi respuesta a este sutil mensaje, solo transcribo un par de renglones: “Me hizo muy feliz tu correo y siendo así ¿qué importan las demoras?” y con respecto a su revelación de que leyó la novela de un tirón y no pudo dejar de leer hasta la última linea, le confieso: “…el hecho de que El envés de las sombras te haya agarrado, me permite forjarme la ilusión de que algún valor puede tener”.
La oportunidad de aquella charla en El Quijote, fue la última vez que lo vi. No pudo darse lo que Toto sugería al final de su correo. Tiempo después de las circunstancias recordadas, lo atrapó la última enfermedad que duró algo así como dos años. Lo que a mí me atrapa ahora, “es esta necesidad de no olvidar-como él dijo alguna vez-de tener memoria…” de tenerlo en nuestra memoria, me digo con la certeza de que queda y va a quedar de él un imperecedero recuerdo; que tiene asegurada esa segunda vida a que alude Jorge Manrique en sus Coplas, no solo por la hondura de sus reflexiones, por la claridad de sus enseñanzas, por la agudeza de sus interrogantes, sino también y muy especialmente por esa huella que imprimió en los corazones mostrándonos la posibilidad de mejorar la condición humana, o sea, de tener esperanzas.
Honrar su memoria, es la principal intención de estas líneas. He tratado de hacerlo dentro de las posibilidades de mis cortos alcances. Lo veo brillar como Profesor en las universidades argentinas que ya he citado, en la Autónoma de México, la de Mérida, la Universidad del Valle, Colombia, la de la República y la católica de Uruguay, la Autónoma de Barcelona; veo su figura agigantada dictando innumerables cursos y seminarios en toda América Latina, en EE.UU., Canadá y España. Y veo su entereza ante la tragedia enfrentando enhiesto la desaparición y muerte de Pablo, su hijo de 19 años, durante la dictadura militar, al preguntarse y preguntar, desde la altura de su cimera envergadura moral: “¿Es tan difícil comprender que condenar el asesinato porque ningún ser humano debería creerse con derecho a negar la vida de otro, no significa aceptar las ideas del otro y claudicar en la lucha por establecer otras condiciones de existencia?”.
Para dar fin a este artículo, quiero destacar un muy significativo homenaje a la memoria de Toto, que quizá sea el mejor que se le podría rendir: la creación, por parte de quienes fueron sus compañeros de tareas y discípulos en el Centro de Estudios Avanzados de la UNC, de la Cátedra Libre Héctor Schmucler, cuya clase inaugural a cargo de Noé Jitrik y Nicolás Garayaldo, se realizó el 3 de julio de este año en la Biblioteca Córdoba. “La figura de Héctor Schmucler-dice una parte de la declaración de los responsables-y la incidencia de su pensamiento y acción en los campos de la crítica literaria y cultural, la comunicación, los estudios de la memoria y las ediciones, dan contenido simbólico y orientan la lógica de la Catedra”. Quizás sea esta, reitero, la mejor manera de homenajear a Toto, porque es el modo de prolongar en el tiempo, los ideales, los conceptos científicos, sociales y morales, las preocupaciones y fundamentalmente las esperanzas que embellecieron su vida.