Este engendro del llamado “pensamiento nacional”, que cada tanto reaparece arropado en diferentes mitos, no es nuevo. Pertenece a la esencia misma del totalitarismo. Ha sido y es característica permanente y fundamental de la autocracia. Constituye un recurso eficaz para la dominación de las masas, mediante la confusión de una doctrina particular, la del autócrata o la del movimiento político instalado en el poder, con la doctrina nacional, con lo nacional, con el pensamiento propio de la Nación, como si eso pudiera existir en la realidad. Es, por lo tanto, lo opuesto al pluralismo que sostiene la democracia; lo opuesto al respeto por las ideas del otro; lo contrario de la aceptación inteligente de las distintas visiones del mundo, que generan el diálogo creador, la confrontación ideológica forjadora de nuevas perspectivas, la discusión esclarecedora.
Los totalitarismos no toleran el pluralismo democrático. Su principal vocación consiste en dominar desde las alturas de un poder omnímodo, una sociedad homogénea. Homogénea no en el sentido de compartir ideales comunes de progreso, de libertad, sino homogénea en cuanto acepta sin discusión, como verdad absoluta, los conceptos, las ideas, los designios de quien se considera dueño de la verdad, titular del monopolio de la verdad. No otra cosa impusieron a sus pueblos la dictadura comunista de Stalin, el nazismo, el fascismo y sus congéneres latinoamericanos, el franquismo… Todos ellos consideraron el disenso como una alteración de la sociedad, un morbo que era indispensable extirpar para mantener el poder absoluto mediante la identificación de la doctrina dominante con lo que dio en llamarse “pensamiento nacional”.
De allí que para los adictos de los regímenes absolutistas, quienes no adhieren a la “verdad” oficial son réprobos, enemigos de la Patria y por lo tanto no pueden considerarse compatriotas; son cipayos, traidores, secuaces del enemigo (por lo general un enemigo imaginario), vendidos al oro extranjero. ¿Cuál es el delito o el pecado de este réprobo? La osadía de pretender hacer valer su derecho a la libertad de conciencia; la aspiración a ejercer las facultades de sostener su propio pensamiento.
Pese a que este recurso de la autocracia por el cual se pretende la unanimidad en desmedro del pluralismo democrático, cuenta ya con una larga historia, de tanto en tanto, como dijimos al iniciar esta nota, reaparece con signos aparentemente nuevos, que no son sino nuevos disfraces de la misma esencia que informa al totalitarismo desde sus raíces. Y esas reapariciones a lo largo del tiempo y en diversos lugares de la geografía universal, no solo se manifiestan como sofismas tendientes a convencer al ciudadano sobre las virtudes del monopolio de la verdad, sino que muy a menudo se concretan en el derecho positivo o en la creación de instituciones públicas que distorsionan las relaciones políticas de la sociedad.
En nuestra historia política, como recuerda Raúl Faure en un reciente artículo periodístico, en 1954 el Congreso de la Nación sancionó una ley, por iniciativa del P.E., que instituye la doctrina peronista como “doctrina nacional”, lo que no fue una simple declaración, sino que significó ─entre otras aberraciones− por ejemplo la obligatoriedad de la afiliación al partido gobernante para ejercer empleos públicos o trabajar en empresas del Estado. Disposiciones, actitudes como esta, definen por sí solas las características autocráticas de un gobierno. Hemos sostenido, en repetidas oportunidades, (y nos complace haber comprobado que es una afirmación compartida por distinguidas personalidades del pensamiento político) que una gestión gubernativa no puede calificarse de democrática solo por su origen eleccionario; lo más importante para esa calificación es el desempeño de la gestión respetando las instituciones, asegurando la libertad de conciencia y la posibilidad del disenso, etc. Pues bien, si un régimen determina por ley o de cualquier otra manera la obligatoriedad de aceptar como verdad absoluta la ideología del autócrata o del movimiento gobernante, es decir, “la doctrina nacional”, con esa sola actitud manifiesta su esencia totalitaria. La última reaparición en nuestro país del engendro que nos ocupa, ha sido la creación de la Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional y la designación de uno de los “intelectuales” adictos al corifeo para ejercerla. ¿Qué significado tiene la instauración de esta nueva repartición estatal, además de premiar con una muy buena remuneración cierta forma de militancia? En primer lugar, revela la esencia autocrática de los principios políticos dominantes en la más alta esfera del poder; evidencia una clara vocación totalitaria por más que se invoque a la democracia y se declame la conciencia popular autonomista. Pero además, implica la creación de la herramienta que tendrá por misión expresa la adopción de planes tendientes a unimismar las conciencias, que no otra cosa significa coordinar la estrategia.
Con la alta misión encargada a Ricardo Forster, tendremos, pues, un compendio claro de la doctrina nacional que nos evitará caer en el error a que pretenden conducirnos ideas ajenas a nuestra idiosincrasia, y al mismo tiempo el instrumento idóneo para imponer la idea de una sociedad con visión homogénea, opuesta a la pluralidad, por encima de los derechos individuales.
Pero claro, no podemos desconocer que la noción de pensamiento nacional es fundamentalmente maniquea. De modo que quien no adhiera a la doctrina identificada con la Nación será un réprobo, enemigo de los valores que ella y su pueblo representan. Por lo tanto, debe ser excluido y se convertirá en un extraño de la sociedad a que pertenece.
Octubre de 2014.
Publicado en Hojas de Cultura. 2020. Compilación de una Experiencia. Capítulo I. Reflexión Política. Editorial Brujas. Córdoba. Argentina.